domingo, 24 de enero de 2010

Marabunta en la ciudad maravillosa

La ciudad más fantástica de América Latina. Extendida de manera inverosímil entre ciclópeos morros de basalto, abocada al cálido océano y con una exuberante vegetación selvática, allá donde todavía quede un resquicio de suelo.  Pocas urbes en el continente me producen mayor sensación de euforia. Es una sintonía irreal bajo el sol brillante: rocas negras, jungla esmeralda y mar nítidamente azul. 

En realidad, el Gran Río es una ciudad interior y oculta. La mayor parte se desparrama por la inmensidad de los barrios, más allá de la bahía de Guanabara, y pasa inadvertida para los turistas. No podría ser de otra manera. El mar ejerce su poderoso influjo. El sofocante calor no invita a fundirse con el cemento y el asfalto del caótico meollo de Río y sus extensas barriadas y edificios.Me fascina recorrer a pie los kilómetros de franja litoral a lo largo de la orla en la que se van sucediendo, interminablemente, las playas de Flamingo, Botafogo, Urco, Copacabana, Ipanema, Leblon… ¡Pero ojo! No siempre impera la atmósfera idílica de arena limpia y cocoteros con la que sueño. ¡Siempre no! 

Sin ir más lejos, ayer mismo, día de Sâo Conrado, un domingo cálido de enero, me pasó. Antes de que el calor comenzara a apretar, la inmensidad de Ipanema se había ido poblando de sombrillas amarillas. Primero por decenas, después por miles y más tarde, por decenas de miles hasta cubrir toda la arena. En cuestión de horas el hormiguero humano había poblado hasta el último centímetro de espacio libre. Ahora, debajo del mar de sombrillas, miles de cuerpos morenos se rebozan en la arena o abren, una tras otra, latas y botellas de cerveza Antártica. Y la orilla se convierte pronto en un enjambre longitudinal de cabezas, se diría que arrojadas como despojos de entre la multitud.