
"Esas serranías donde el hombre termina su camino porque no puede volar,
cercano a las moradas de algún dios que desdeña arrimarse a la tierra.
Cumbres heladas, talladas para hombres de hierro que lloran sin lágrimas".
José María Arguedas (1911-1969)
El avión
despegó en Lima. Desde la ventanilla la neblinosa garúa lo envuelve todo como
si estuviera en un dulce sueño. Y al rato, el fuselaje emerge al cielo libre y
azul para sorprendernos con el espectáculo de la cordillera recortando el
horizonte. Siento el prodigio de volar como los cóndores. Ahí están los
gigantescos nevados con sus crestas relucientes. A media hora de vuelo, el Titikaka
irrumpe brillante en la llanura del desierto altiplánico. Es un imponente
espejo que nos lanza destellos.
Pero una vez que el lago con sus orillas de totora
va quedando atrás, de nuevo, el paisaje lunar lo ocupa todo a nuestros pies. Mientras
tanto, la cordillera siempre permanece al fondo. Solemne. Soberbia. Más que un
paisaje de la luna, se diría que es el de un planeta desconocido, con la tierra
rojiza de Marte y el semblante de Venus asomando, entre la nebulosa de nieves y
picos erguidos.
(Reportaje publicado en la revista Aventura)