sábado, 29 de noviembre de 2008

A unos pasos del terror

 Mumbai, Maharastra. India.

 

Ayer estaba yo tan tranquilo en mi cama de la habitación del hotel Fariyas, en el barrio de Colaba, a cuatro o cinco calles de donde horas después han perpetrado los ataques contra el hotel Taj Mahal ó el café Leopoldo. Más tarde leo que han sido hasta diez ataques coordinados en toda esa parte de la ciudad. El saldo de víctimas acabará ascendiendo a 173 muertos y 327 heridos. Disparos, granadas, explosiones, rehenes. Muyahidines a la caza del turista. Una tragedia.

 

No sospechábamos nada, pero la fortuna ha querido que, por la tarde, antes del desencadenamiento de los violentos sucesos, decidiéramos tomar un tren para visitar los templos de Pune —también en Maharastra, a 3 horas en tren de Mumbai—. La suerte ha estado de nuestro lado y toda la tragedia ha transcurrido durante esta providencial escapada de la ciudad. Cuando haya pasado todo, volveremos a un Mumbai que todavía sigue humeante y en shock. Sin prisas. Con prudencia.

 

Ahora mismo, cuando todavía colean los rastros del desastre en la capital, seguimos en Pune, mezclados entre una congregación de peregrinos que acuden a un festejo. Contemplamos el espectáculo de los humanos festejando en paz, frente al impresionante templo de Devdeveshwar. Asistimos fascinados a otra explosión muy diferente. En esta ocasión llena de vida, paz y color: la procesión ritual de una multitud de marathas, majars, malís, brahmanes, marwaris, payabíes y sindis, reunidos aquí en solemne ceremonia. Los tremendos contrastes de la India.



https://elpais.com/diario/2008/11/27/internacional/1227740402_850215.html

jueves, 27 de noviembre de 2008

Buscando un libro en Santo Domingo

Santo Domingo, República Dominicana. 2008

     La expresión de los pocos libreros que he encontrado en mis correrías por el barrio de Gazcue es siempre la misma: extrañeza. Se levantan de la butaca bufando y hacen un gesto cansino, mostrando las estanterías polvorientas, repletas de puros manuales de autoayuda, de recetarios de cocina, bestsellers ingleses y cosas infumables de editoriales españolas (¿quién diablos se comprará aquí libros de Luís Mariñas, de Cebrián o del mismísimo Aznar?). Pero voy buscando alguna obra escrita por el expresidente Balaguer y no estoy encontrando nada. Joaquín Balaguer, presidente de apellido catalán, como tantos otros en Centroamérica y Caribe. Si le preguntas a los libreros por el viejito Balaguer, te van a responder que —te guayaste, español, vaya usté a saber si escribió siquiera algún libro en su día, si dizque era ciego, carajo. Balaguer (apodado “el caudillo”) para unos es el padre de la democracia dominicana, siendo presidente de forma discontinua entre 1960 y 1996. Buen escritor, aunque su obra no sea tan conocida. Ya vemos que incluso hoy en día cuesta encontrar sus escritos hasta en el propio centro de Santo Domingo. Sin embargo, su biografía habla de más de una sesentena de obras publicadas entre ensayos, poesía y documentos de historia.

Así que desvié el rumbo de la peatonal calle de El Conde, a cualquier hora atestada de turistas sonrosados y en chores, bellísimas jevas de mirada penetrante y ancianas pedigüeñas. Suenan con estridencia la bachata y el merengue también a toda hora, inundando las vías, que se llenan de vida. Calor intenso al mediodía, ese sopor caribeño que es bueno para recibirlo junto a la orilla del mar, pero endemoniado para cualquier gestión sobre el asfalto urbano. Ganas tengo de volver a mi pensión, quitarme la camisa formal y calzarme la camiseta colorida y las chanclas. El uniforme tropical, pudor.

Era la hora del almuerzo, así que devoré un pica-pollo con su buen frito de guineo, en un puesto de la acera. Estaba chévere, delicioso. Luego tomé un ruidoso motoconcho que me coló en volandas callejón arriba hasta la Palmerito Troncoso con la Duarte Macorís. De allí seguí caminando, con mucho cuidado de no meter la pata en uno de tantos agujeros de aguas negras que invaden las aceras. Más allá, en una plaza en la que revientan en el suelo las raíces de una enorme buganvilla, encontré el puesto de libros que me había indicado un tiparrón fuliginoso mientras tomábamos ron en un colmado. En una esquina estratégicamente ubicada, acurrucado bajo un toldo entre tablones, un viejecillo sin dientes tenía desperdigados una buena cantidad de tomos raídos en varios montones. Qué bacano, por fin allí he encontrado uno de los textos tan afanosamente buscados, aunque el hombre me ha soplado sus 300 pesos, sin aceptar entrar al regateo.

Chico, por un buen regalo para un amigo no discuto el precio, —le dije con una sonrisa mientras alargaba los billetes. Él, muy serio, soltó en genuino caribeño y sin pestañear —Entonse, si é pa regalal'lo, é menesté envolvel'lo. Acotéjese por acá mientlas lo preparo, mijo, —y buscó por todas partes algún sobre usado que cerró parsimoniosamente con un cordel —Ajá, ya tú sabes, chico. Ya estoy quillao, nadie lee —confió cuando daba la vuelta —Carajo, ya no queda gente fina. Por acá semos todos prietos y estamos en ola polque los pocos pesos se gastan nomás en pinga.

Pero qué vaina, yo estaba satisfecho porque había echado una mano a quien briega en las calles por mantener la vida de los libros, cualesquiera que sean. Y, por otra parte, sabía que realizaba un verdadero hallazgo para cualquier aficionado a la literatura latinoamericana. Buscar títulos olvidados es siempre un estupendo motivo para recorrer librerías y puestos callejeros, e ir explorando así los rincones más ocultos del centro de la ciudad.