Santo
Domingo, República Dominicana. 2008
La
expresión de los pocos libreros que he encontrado en mis correrías por el
barrio de Gazcue es siempre la misma: extrañeza. Se levantan de la butaca
bufando y hacen un gesto cansino, mostrando las estanterías polvorientas,
repletas de puros manuales de autoayuda, de recetarios de cocina,
bestsellers ingleses y cosas infumables de editoriales españolas (¿quién diablos
se comprará aquí libros de Luís Mariñas, de Cebrián o del mismísimo Aznar?).
Pero voy buscando alguna obra escrita por el expresidente Balaguer y no estoy
encontrando nada. Joaquín Balaguer, presidente de apellido catalán, como tantos
otros en Centroamérica y Caribe. Si le preguntas a los libreros por el viejito
Balaguer, te van a responder que —te guayaste, español, vaya usté a
saber si escribió siquiera algún libro en su día, si dizque era ciego, carajo.
Balaguer (apodado “el caudillo”) para unos es el padre de la democracia
dominicana, siendo presidente de forma discontinua entre 1960 y 1996. Buen
escritor, aunque su obra no sea tan conocida. Ya vemos que incluso hoy en día
cuesta encontrar sus escritos hasta en el propio centro de Santo Domingo. Sin
embargo, su biografía habla de más de una sesentena de obras publicadas entre
ensayos, poesía y documentos de historia.
Así
que desvié el rumbo de la peatonal calle de El Conde, a cualquier hora atestada
de turistas sonrosados y en chores, bellísimas jevas de mirada
penetrante y ancianas pedigüeñas. Suenan con estridencia la bachata y el
merengue también a toda hora, inundando las vías, que se llenan de vida. Calor
intenso al mediodía, ese sopor caribeño que es bueno para recibirlo junto a la
orilla del mar, pero endemoniado para cualquier gestión sobre el asfalto urbano.
Ganas tengo de volver a mi pensión, quitarme la camisa formal y calzarme la
camiseta colorida y las chanclas. El uniforme tropical, pudor.
Era
la hora del almuerzo, así que devoré un pica-pollo con su buen frito de guineo,
en un puesto de la acera. Estaba chévere, delicioso. Luego tomé un
ruidoso motoconcho que me coló en volandas callejón arriba hasta la
Palmerito Troncoso con la Duarte Macorís. De allí seguí caminando, con mucho
cuidado de no meter la pata en uno de tantos agujeros de aguas negras que
invaden las aceras. Más allá, en una plaza en la que revientan en el suelo las
raíces de una enorme buganvilla, encontré el puesto de libros que me había
indicado un tiparrón fuliginoso mientras tomábamos ron en un colmado. En una
esquina estratégicamente ubicada, acurrucado bajo un toldo entre tablones, un
viejecillo sin dientes tenía desperdigados una buena cantidad de tomos raídos en
varios montones. Qué bacano, por fin allí he encontrado uno de los textos
tan afanosamente buscados, aunque el hombre me ha soplado sus 300 pesos, sin
aceptar entrar al regateo.
—Chico,
por un buen regalo para un amigo no discuto el precio, —le dije con una
sonrisa mientras alargaba los billetes. Él, muy serio, soltó en genuino
caribeño y sin pestañear —Entonse, si é pa regalal'lo, é menesté envolvel'lo.
Acotéjese por acá mientlas lo preparo, mijo, —y buscó por todas partes
algún sobre usado que cerró parsimoniosamente con un cordel —Ajá, ya tú
sabes, chico. Ya estoy quillao, nadie lee —confió cuando daba la
vuelta —Carajo, ya no queda gente fina. Por acá semos todos prietos y estamos
en ola polque los pocos pesos se gastan nomás en pinga.
Pero
qué vaina, yo estaba satisfecho porque había echado una mano a quien briega
en las calles por mantener la vida de los libros, cualesquiera que sean. Y, por
otra parte, sabía que realizaba un verdadero hallazgo para cualquier aficionado
a la literatura latinoamericana. Buscar títulos olvidados es siempre un
estupendo motivo para recorrer librerías y puestos callejeros, e ir explorando
así los rincones más ocultos del centro de la ciudad.