
Conocí a un puñado de familias campesinas en los terribles años del azote paramilitar que asolaba el norte de Colombia. Habían huido de una masacre atroz en la que rodaron cabezas de hijos, hermanos y primos. Los que pudieron lograron salir corriendo, abandonar animales y hogares para salvar la vida. Y quedaron condenados a vivir bajo un chamizo.

¿Para dónde escapar de la larga sombra del miedo? Mis amigos de Villa Luz acabarían dispersos por los barrios marginales de las pequeñas ciudades más cercanas, como tantos desplazados: Otros llegarían hasta Montería, incluso a Cartagena o Barranquilla, en un busca de un futuro. Seguramente lo harían con grandes dificultades, pero con el firme propósito de asentarse lo más lejos posible del terror.