jueves, 11 de octubre de 2007

Caminos de Bolivia

Recinto arqueológico de Samaipata
 

Santa Cruz de la Sierra

 

La Bolivia más profunda, de aldeas de adobe y piedra, neolíticas, aisladas en su abandono secular. Las pampas desoladas por donde no pasó ni la Colonia. 4.000 metros de altitud. Cielos de azul intenso. Cumbres, picos y crestas nevadas majestuosas y resplandecientes que sobresalen en el horizonte. Aridez y cultivos de papa, infinitos paisajes de un universo yermo. Rebaños de llamas y enjambres de niños de mofletes enrojecidos por el frío y el duro sol andino.

Lo que en los mapas son unas decenas de kilómetros, se convierten en horas de recorrido por trochas polvorientas que suben y suben cerros hasta el atardecer. Aparecen entonces, por fin, las luces diminutas de una nueva aldea donde retomar fuerzas y buscar un cobijo al gélido clima de la noche en ciernes. Uno no deja de sorprenderse cómo pueden sobrevivir en un medio tan rudo estos lugareños huidizos que me escrutan desde sus cabañas, en cada poblado que va apareciendo en el camino. Gentes aclimatadas por el paso de los siglos a su vivir solitario y rudo. Como si de seres de otra época se tratara: cholitas enfundadas en polleras coloridas, caminando encorvadas, con un bulto a la espalda del que sobresale la cabeza de un niño de carrillos sonrosados. Y hombres de mirada desconfiada, eternamente con su bulto en la boca, pijchicateando la bola de hojas de coca. Los indios quechuas de la cordillera, como los aymarás del altiplano, sobreviviendo apenas con el cultivo de sus variedades de papa, que constituyen el alimento básico. Y cuidando los rebaños de llamas y alpacas, animales de los que aprovechan todo: excrementos (combustible y abono), carne (alimento), cuero (fabricación de rústicas abarcas), huesos (herramientas) y pelo (tejidos, cuerda).

El alma en un puño conduciendo el todoterreno al filo de los abismos, pendiente de que las piedras afiladas no revienten una vez más otra rueda; de que la gasolina alcance para llegar al próximo poblado donde alguien te venda, o no, unos litros más. Pero más sobrecogen esas viejecillas encogidas que aparecen a la vuelta de los caminos. Salidas de la nada y envueltas en telas descoloridas, siempre lucen un sombrero cuya forma y color va variando según comarcas. Extienden su mano pidiendo pan y dando las gracias en un lamento de su incomprensible jerga aymará.

El viaje ha ido tomando su ritmo. Una semana de ruta atravesando sierras de senderos cada vez más serpenteantes. Voy descendiendo los Andes jornada tras jornada, dejando atrás el frío del desierto. La humedad va ganando ámbito, también la vegetación. Me aproximo al trópico, es fascinante está variación progresiva. En Santa Cruz de la Sierra hace fuerte calor. La plaza mayor está rodeada de soportales y en ella se erige la catedral de ladrillo. Todo el entorno está muy animado, con multitud de puestecillos de feria. Cansado del volante, he optado por dejar aparcado unos días el carro que alquilé, y subirme desde mañana al autobús para seguir en ruta. Son pequeñas busetas que van atestadas de mujeres con pollera y fardos de gallinas asustadas. Otras indígenas van cargando pesados sacos de maíz o harina. Sorprende su agilidad, para lo pequeño de sus cuerpos. Se dirigen a los diferentes mercados que celebran en las poblaciones que están en mi itinerario. He tomado la línea que pasa por Samaipata, un enclave único en América. Hace muchos años que quiero conocer este recinto arqueológico, tenido por lugar mágico. He logrado ocupar el asiento junto a la ventanilla, un poco apretado pero entusiasmado ante el colorido trasiego que se desarrolla allí dentro. Un caos ordenado. Porque cada persona embarcada va con destino a una aldea más distante de la otra. Acodado en la ventana abierta, nada como respirar hondo la brisa de las montañas y adentrarse por los caminos, a recorrer pueblos y aldeas dormidas de esta Bolivia fascinante.

En estas regiones interiores de Santa Cruz, la cordillera es mucho más baja y sus montañas, crestas y mesetas rocosas, están resquebrajadas de pobladas masas de selva. Ríos profundos se van abriendo paso y dan forma a los barrancos por los que se asoma el autobús en su ascenso. Qué bien he hecho en dejar mi vehículo atrás: la conducción es arriesgada y los precipicios te quitan el aliento con cada curva.

Samaipata ha sido un descubrimiento para mí. En una serranía perdida de los Andes, aparece de repente uno de los lugares arqueológicos más impresionantes de Suramérica. Un misterioso centro ceremonial prehispánico esculpido en roca y apenas excavado. Como suele ocurrir, más que los vestigios que asoman a la luz, emociona la fuerza evocadora del paraje. Es inevitable tratar de intuir lo que se esconde todavía ahí, debajo del boscaje que lo cubre. Imaginar formas de vida y civilizaciones desconocidas de hace cientos de años. Samaipata es un santuario rupestre del que destaca una gigantesca roca de arenisca roja. Sobre la misma, se encuentran talladas muy diversas figuras y formas, la mayoría de ellas en avanzado deterioro, por la erosión.

He recorrido el cerro y todo su alrededor, plagado de restos de construcciones, muros y promontorios. Ello sin que mi guía, Nelson, ceje en momento alguno de pretender foguearme la imaginación contando —con su característico acento quechua—, argumentos inverosímiles uno tras otro. Aquí vienen a cuento las teorías de von Däniken sobre platillos voladores y visitantes extraterrestres. Aunque yo prefiero indagar sobre los pobladores de carne y hueso, la cultura moja, los guaraníes, los incas. Samaipata se ubica en lo que fue frontera del imperio inca con las tierras bajas.

Hoy en día, los pequeños pueblos de estas serranías adormecen, apaciblemente dispersos en un paisaje quebrado y profusamente verde. Las plazas de los pueblos están rodeadas de soportales de madera y presididas por iglesias cuyo interior alberga decenas de imágenes de santos toscamente tallados. Sorprende encontrar en ellas, presidiendo, la figura de un Santiago matamoros, como no, clavando su lanza al infiel que cae a los pies del caballo. Mi amigo Nacho, cámara de TVG[1], estuvo años recorriendo los “Santiagos del mundo” y siguiendo el rastro de estas muestras del santo. Debió dar varias vueltas a la Tierra, porque esa figura del “matamoros” está presente en los templos y en los topónimos de los cinco continentes. Sin embargo, Bolivia es de los países donde más arraigó la tradición.

Al sur, las callejas y los senderos tienen un manto de polvo rojo y, sobre las techumbres de tejas viejas de las casas, crecen malezas y cactus. Duermo como un lirón en lugares así, sea por el sosiego, por el fresquito serrano, por el cansancio de las caminatas. En Samaipata dejé caer mis huesos en el “Residencial doña Sarita”, una casona colonial de gran patio, repleto de buganvillas por todas las esquinas, balconadas, escaleras y paredes. Las había amarillas, azules, rosas, intensamente rojas. Y cactus de mil formas también, predominando unos albinos, alargados y peludos, que caen formando una cortinilla. El lado menos bucólico del hostalito lo ofrecería el camastro de paja prensada sobre el que me tocó dormir, bajo tres frazadas. Pero compensado al amanecer con un opíparo desayuno de papaya, miel y tamales. Qué honda sensación de sosiego cuando despierto y respiro este aire recio de montaña y selva.

Samaipata es un tesoro. Equiparable en importancia y belleza a otras maravillas que alberga Suramérica: Machu Picchu y el valle Sagrado, Tiwanaku, Chan-Chan, San Agustín…, y tantos otros lugares mágicos que nos revelarán la riqueza de las civilizaciones que existieron, hace siglos, en esta parte del subcontinente. América Latina nunca deja de sorprender.


[1] Televisión de Galicia.