Carretera Santa Cruz-Trinidad, San Julián, Bolivia. Campamentos de damnificados.
Sin que nada pueda detener su avance arrollador, una violenta avalancha de agua va abriendo sus brazos inmensos y poderosos por la selva. El río Grande ha roto el farallón lateral de la cuenca y se ha salido de madre. Nada más que hacer si no sacar a la familia del infierno anegado cuanto antes y huir con desespero tratando de salvar también el ganado y las gallinas. No es la primera vez que ha pasado porque estos afluentes amazónicos lanzan su furia cada invierno sin importar que nuevos asentamientos de colonos se hayan instalado en sus inmediaciones. Pero esta vez el río ha rebañado las orillas con brutalidad desacostumbrada, azotando poblados, sembrados y rebaños.
La temeridad de los colonos se paga con la ruina y lo que antes fueron cosechas de soja, maíz o arroz, ahora son lagunas negras que se van tragando las casas de adobe y los sueños construidos con sudor y abnegación. Y así, la tempestad va dejando una sombra de triste silencio, entre estos grupos de campesinos llegados a los tórridos bosques del trópico en busca de prosperidad. De la noche a la mañana tras una pesadilla, han visto como el agua se ha llevado lo que en todos estos años habían podido ir levantando de la tierra.
—Estamos islados —se lamentan las mujeres curtidas, sin resignación y con mucha rabia. La misma rabia que se convertirá en coraje para resistir durante semanas bajo una carpa de plástico, entre los bultos rescatados, los niños, los perros y hasta con suerte alguna de las ovejas que no se ahogaron.
¿Qué más castigo pueden esperar estas familias? La maldición de los dioses aymará las empujó hace algunas décadas desde las alturas resecas y agotadas del altiplano. Con esfuerzo, lograron talarse un cato en los cocales del Chapare. Pese al rendimiento de los primeros años, más tarde, anhelando una vida tranquila y sin sobresaltos, acabaron por aceptar la apuesta de un ministro de Agricultura para asentarse en los bosques de la quebrada Casarabe y colonizar el monte día a día, machetazo a machetazo.
Pero ahora, en este preciso momento, solo llueve y llueve en San Julián y sus campamentos de desolación. Son trece mil familias con los sueños y esperanzas arrasados por la fuerza del río desbocado. Centenares de carpas blancas sobre un fondo de nubes negras. Aguaceros de invierno que enlodan los caminos, desbordan las quebradas, ahogan las reses y obligan a los colonos a huir maldiciendo su vida.