
En el primer intento, el martes, los oficiales del IDF (Israel Defense Forces)
simplemente me respondieron por teléfono que el puesto se había cerrado por
“alerta de inseguridad”. El miércoles lo abrieron de nuevo pero una vez
cubiertos los casi 100 Km. que separan Jerusalén de la frontera de Gaza, volvieron a impedirme el paso por idénticas razones. Y
ayer, perseverante, y hechas las comprobaciones de rigor, me he aventurado una
vez más hasta los límites de los escenarios de esta absurda guerra. ¡Por fin!. De
nuevo al pie de las alambradas, las morenas soldados hebreas enfundadas en
trajes de combate me van a dar el paso esta vez sin objeciones.
Entonces se emprende la travesía sorprendente, única posible, que te traslada de Israel a la franja de Gaza como de un lado a otro del pugilato. Sólo unos pocos extranjeros, obtenidas las autorizaciones, podemos dar los pasos siguientes, y aun así no resulta fácil. El cruce está vedado desde hace meses para los palestinos, pretendan salir o aspiren a entrar en su tierra. Nadie se mueve hacia fuera o hacia adentro de esta ratonera, salvo los sabuesos de la prensa o los peones de la cooperación humanitaria.
Con nerviosismo, atraviesas Erez Crossing point. Mediante altavoces te van dirigiendo hacia un pasillo y posteriormente comienza una sucesión de portones metálicos gigantes. Luego atraviesas otro pasillo entre corredores de vallas, similares a los que se usan para conducir al ganado en el matadero. Finalmente, un último portón y se abre ante ti un túnel interminable entre altísimos muros de cemento, de más de medio kilómetro de largo. Lo recorres con inquietud sumido en una soledad y un silencio que súbitamente, a cada poco, se altera violentamente por el estallido cercano de los rockets y proyectiles que están disparando los tanques del Tashal, al otro lado del muro. Es un sonido sordo, demoníaco, de tierra que se retuerce, de pedazo de cielo desplomado. Cuando vuelve el silencio, por un momento, apenas el eco de mis propios pasos resuena como un zumbido. Atrapado en el interior de este túnel interminable, el calor y la sensación de claustrofobia se acrecientan ante el miedo de no saber a dónde apuntan, sobre qué disparan, qué batalla se libra al otro lado de esas gruesas paredes grises.

Pero ayer en mi tercer intento no logré ir mucho más allá. Al final del túnel, ya del otro lado, tras ese largo paseo hacia las puertas del infierno, uno se topa con dos adormecidos soldados de la Autoridad Palestina que revisan sin interés tu pasaporte y apuntan el nombre en una hoja sucia. Después, ahí te las compongas. El paisaje desolado de Gaza se abre ante tus ojos y el túnel ha quedado atrás. Ante mí, un horizonte de ruinas, edificios abandonados, campos yermos, la luz cegadora del sol de mediodía. Y a lo lejos, despertando entre brumas, la silueta de una ciudad maldita.
Nadie me ha venido a buscar. Estoy solo y plantado ante la huella de la trocha que lleva hasta las primeras casas en ruinas. El último rocket de la artillería hebrea ha caído a 300 mts esta vez, y se escucha el tableteo de una ametralladora en el barrio más próximo. Arriba, en el aire, se eleva la figura blanca del zeppelín de observación que otea cada movimiento en este lado de la franja. Ni un alma se mueve sin que ese aparato rechoncho lo observe todo desde su altura. Ni un movimiento, ni el paso de un vehículo. Siempre al acecho para identificar las coordenadas de los nidos desde donde las milicianos de Hamas disparan sus artesanales cohetes Qassam. Coordenadas que, transmitidas al puesto de operación oculto en algún lugar, se convierten en una nueva andanada de bombas que siembran de estruendo y humo todo alrededor. Justamente ese mismo zeppelín que ahora debe tenerme a mí en la mira, preguntándose quién carajo será ese tipo de aspecto occidental, que arrastra una maleta de ruedas camino del teatro de operaciones a machacar.
Por fin consigo que mi móvil establezca comunicación con Hussam, el ángel de la guarda de nuestro equipo de Gaza que debía haberme venido a buscar.
—“¡¡Pablo, you have to go back ASAP, please!!”, me grita con su rasgado acento árabe. Pero no alcanzo a ver su vehículo, seguramente a unos kilómetros de distancia al otro lado del camino.
Al instante lo tengo claro. No hay paso, están desalojando, se desencadena un operativo justo en esa zona. Y, en efecto, apenas se corta la comunicación con Hussam, ya retumba el avanzar de una nube de tanques Leopard, como correajes metálicos, seguidos siempre de las gigantescas excavadoras encargadas de rematar el avasallamiento y el castigo.
Entonces se emprende la travesía sorprendente, única posible, que te traslada de Israel a la franja de Gaza como de un lado a otro del pugilato. Sólo unos pocos extranjeros, obtenidas las autorizaciones, podemos dar los pasos siguientes, y aun así no resulta fácil. El cruce está vedado desde hace meses para los palestinos, pretendan salir o aspiren a entrar en su tierra. Nadie se mueve hacia fuera o hacia adentro de esta ratonera, salvo los sabuesos de la prensa o los peones de la cooperación humanitaria.
Con nerviosismo, atraviesas Erez Crossing point. Mediante altavoces te van dirigiendo hacia un pasillo y posteriormente comienza una sucesión de portones metálicos gigantes. Luego atraviesas otro pasillo entre corredores de vallas, similares a los que se usan para conducir al ganado en el matadero. Finalmente, un último portón y se abre ante ti un túnel interminable entre altísimos muros de cemento, de más de medio kilómetro de largo. Lo recorres con inquietud sumido en una soledad y un silencio que súbitamente, a cada poco, se altera violentamente por el estallido cercano de los rockets y proyectiles que están disparando los tanques del Tashal, al otro lado del muro. Es un sonido sordo, demoníaco, de tierra que se retuerce, de pedazo de cielo desplomado. Cuando vuelve el silencio, por un momento, apenas el eco de mis propios pasos resuena como un zumbido. Atrapado en el interior de este túnel interminable, el calor y la sensación de claustrofobia se acrecientan ante el miedo de no saber a dónde apuntan, sobre qué disparan, qué batalla se libra al otro lado de esas gruesas paredes grises.

Pero ayer en mi tercer intento no logré ir mucho más allá. Al final del túnel, ya del otro lado, tras ese largo paseo hacia las puertas del infierno, uno se topa con dos adormecidos soldados de la Autoridad Palestina que revisan sin interés tu pasaporte y apuntan el nombre en una hoja sucia. Después, ahí te las compongas. El paisaje desolado de Gaza se abre ante tus ojos y el túnel ha quedado atrás. Ante mí, un horizonte de ruinas, edificios abandonados, campos yermos, la luz cegadora del sol de mediodía. Y a lo lejos, despertando entre brumas, la silueta de una ciudad maldita.
Nadie me ha venido a buscar. Estoy solo y plantado ante la huella de la trocha que lleva hasta las primeras casas en ruinas. El último rocket de la artillería hebrea ha caído a 300 mts esta vez, y se escucha el tableteo de una ametralladora en el barrio más próximo. Arriba, en el aire, se eleva la figura blanca del zeppelín de observación que otea cada movimiento en este lado de la franja. Ni un alma se mueve sin que ese aparato rechoncho lo observe todo desde su altura. Ni un movimiento, ni el paso de un vehículo. Siempre al acecho para identificar las coordenadas de los nidos desde donde las milicianos de Hamas disparan sus artesanales cohetes Qassam. Coordenadas que, transmitidas al puesto de operación oculto en algún lugar, se convierten en una nueva andanada de bombas que siembran de estruendo y humo todo alrededor. Justamente ese mismo zeppelín que ahora debe tenerme a mí en la mira, preguntándose quién carajo será ese tipo de aspecto occidental, que arrastra una maleta de ruedas camino del teatro de operaciones a machacar.
Por fin consigo que mi móvil establezca comunicación con Hussam, el ángel de la guarda de nuestro equipo de Gaza que debía haberme venido a buscar.
—“¡¡Pablo, you have to go back ASAP, please!!”, me grita con su rasgado acento árabe. Pero no alcanzo a ver su vehículo, seguramente a unos kilómetros de distancia al otro lado del camino.
Al instante lo tengo claro. No hay paso, están desalojando, se desencadena un operativo justo en esa zona. Y, en efecto, apenas se corta la comunicación con Hussam, ya retumba el avanzar de una nube de tanques Leopard, como correajes metálicos, seguidos siempre de las gigantescas excavadoras encargadas de rematar el avasallamiento y el castigo.

Doy media vuelta sin pensarlo dos veces. Los soldados palestinos de antes están despiertos y en pie a la boca del túnel interminable. Ahora aparecen agitados y es evidente que se disponen a salir de allí. Ni siquiera se interesan lo más mínimo por revisar mi pasaporte ni apuntar nada nuevamente. Que yo vaya o venga no parece importarles un rábano en este momento. Sobre mis pasos, retomo angustiado el viaje de vuelta a lo largo de este túnel que alterna silencios y estruendos. Aquí uno se asoma a la guerra casi sin darse cuenta. La quietud de los áridos paisajes palestinos se turba convertida en un incendio voraz cuando uno menos se lo espera. Así, sin avisar. Sin que a nadie le importe si tu estás o no en el medio.
No hay tiempo que perder. Regreso otra vez al largo túnel. Lo que me espera ahora al final del itinerario será un suplicio de preguntas, de esperas, de justificar el porqué de ese computador que llevo casi en volandas, de esas radios, de las carpetas, de los mapas, de tantos documentos en mi equipaje. Puedes entrar en Gaza con lo que quieras, pero volver a Israel desde este territorio satanizado se convierte fácilmente en un suplicio. Todo lo van a escrutar a conciencia. Con la máxima sospecha. Maletas abiertas que pasan por la máquina de control una y otra vez.
"A un lado, que te pongas a un lado", del
altavoz brotan instrucciones indescifrables, hasta que entiendes que te indican
que debes entrar en una capsula en la que gira una pantalla de rayos X. Las
manos en alto. Muestro el pasaporte una vez más. Salgo finalmente del túnel, de
la claustrofobia, y estoy en el exterior. Espero tras la valla. Se
abre otro portón. Y otro más. Luego, media hora bajo el sol inclemente vigilado
de cerca por un gorila que exhibe un fusil gigantesco. Me revisan ora vez el equipaje, ahora manualmente. Más preguntas. Otra vez el pasaporte. De nuevo a las
oficinas, revisión de tus datos en el ordenador, las mismas preguntas, el mismo
ritual entre agentes, tu paciencia contenida… Estás de vuelta en la Tierra
Prometida, ¡Shalom!, bienvenido a Israel.