jueves, 12 de mayo de 2005

Aquel mendigo soy yo


Bogotá, 11 de la noche.

Ayer caminaba de regreso a casa por las oscuras calles del barrio de Teusaquillo. Había caído la noche en la ciudad tras uno de esos maravillosos crepúsculos andinos, en los que el horizonte se cubre de un manto morado de un extremo al otro del cielo. Enfundado en mi chaqueta de pana, arropándome del frío que queda siempre después de la lluvia, iba a ritmo tranquilo sumido en mil pensamientos banales cuando se me acercó un pedigüeño. Un hombre harapiento y desaliñado, que me llamó la atención por su caminar altanero. Un tipo de mirada sorprendentemente gélida. Desafiante. Es esta una ciudad de mendigos, sobre todo al anochecer, cuando aparecen como sombras por las esquinas, despertando de su letargo de aguardiente barato y desesperanzas. Todos alargan la mano temblorosa, cada uno con su particular letanía. Como una súplica de quien está acostumbrado a no esperar nada, sino las migajas de algún despistado, apenas alguno entre tantos que van pasando sin alzar la vista.

Y sin embargo este joven indigente se acercó con actitud más decidida, mirándome a la cara en busca de mis ojos. Arrogante. No suplicaba, no se arrodillaba. Se diría que me reprochaba a mí, groseramente, su desgracia en la vida, provocándome incomodidad y ganas de acelerar el paso.

Con ello, este tipo greñudo logró que no me surgieran dudas. Uno siempre, ante estas situaciones, siente azoramiento en la perezosa conciencia, pero no cuando la osadía acaba molestando: “desdichado mendigo” —rumié molesto para mis adentros—, “no le voy a dar ni un peso por desvergonzado”.

Se acercó más. Olía mal y lanzaba frases impertinentes recargadas de alcohol e insolencia, y parecía decidido a no abandonar su insistencia a medida que yo apretaba el paso tratando de dejarlo atrás. Le miré por encima del hombro sin conseguir mantener aquella mirada de ira. “No tengo monedas” —le espeté con el mayor de mis cinismos—, y me cambié de acera.

El indigente no cejó en su empeño sino hasta que las luces de la avenida y su trasiego, empezaron a disipar la oscuridad. Por fin fue aminorando el paso, ya claudicante. Se quedó atrás. Yo volví la vista un segundo, aliviado de escapar por fin al acoso, aunque afectado por las contradicciones que me provocan siempre estas situaciones. Desdichada vida la de algunos... Miré atrás un instante para confirmar que ya podía sacudirme la incomodidad.

Pero todavía le vi. Ahí se quedó, detenido en medio de la calle, derrotado pero aún desafiante y manteniendo la misma mirada. Los carros pitaban y le bandeaban peligrosamente por uno y otro lado, pero él se mantenía indiferente a ellos y fijo en mí como una estatua. Y desde allí levantó el brazo derecho y me señaló directamente al alma como quién apunta a un condenado:

“Ojalá un día se cambien las tornas” —le oí sentenciar claramente, como un alarido de rabia— Ojalá un día tu seas yo y te veas prisionero de mi maldita desgracia, y que la vida te condene de repente a soportar malamente mi desdicha. Y cuando llegue ese día, hermano, yo te miraré al pasar sin siquiera sentir lástima”.

En el murmullo de la noche su grito me alcanzó como un dardo que penetró mis entrañas. Y desde entonces, a menudo, cuando recorro estas calles al anochecer, siempre me sobresalta el mismo escalofrío: entre las sombras veo asomarse a alguien parecido a mí. Resulta inquietante, pero realmente me parece descubrirme a mí mismo —o cuando menos a alguien muy parecido—, escabulléndome como una rata entre las basuras al verme pasar.