Bogotá, 11 de la noche.
Ayer caminaba de regreso a casa por las oscuras calles del barrio de
Teusaquillo. Había caído la noche en la ciudad tras uno de esos maravillosos
crepúsculos andinos, en los que el horizonte se cubre de un manto morado de
un extremo al otro del cielo. Enfundado en mi chaqueta de pana, arropándome del
frío que queda siempre después de la lluvia, iba a ritmo tranquilo sumido en
mil pensamientos banales cuando se me acercó un pedigüeño. Un hombre harapiento
y desaliñado, que me llamó la atención por su caminar altanero. Un tipo de mirada sorprendentemente gélida. Desafiante. Es esta una ciudad de
mendigos, sobre todo al anochecer, cuando aparecen como sombras por las esquinas,
despertando de su letargo de aguardiente barato y desesperanzas. Todos alargan la mano temblorosa, cada uno con su particular letanía. Como una súplica de quien está acostumbrado a no esperar
nada, sino las migajas de algún despistado, apenas alguno entre tantos que van
pasando sin alzar la vista.
Y sin embargo este joven indigente se acercó con actitud más decidida,
mirándome a la cara en busca de mis ojos. Arrogante. No suplicaba, no
se arrodillaba. Se diría que me reprochaba a mí, groseramente, su desgracia en la vida, provocándome incomodidad y ganas de acelerar el paso.
Con ello, este tipo greñudo logró que no me surgieran dudas. Uno siempre, ante estas situaciones, siente azoramiento en la perezosa
conciencia, pero no cuando la osadía acaba molestando: “desdichado mendigo” —rumié molesto para mis adentros—, “no le voy a dar ni un peso por desvergonzado”.
Se acercó más. Olía mal y lanzaba frases impertinentes recargadas de
alcohol e insolencia, y parecía decidido a no abandonar su insistencia a medida
que yo apretaba el paso tratando de dejarlo atrás. Le miré por encima del hombro sin conseguir mantener aquella mirada de ira. “No tengo monedas” —le espeté con el mayor de mis cinismos—,
y me cambié de acera.
El indigente no cejó en su empeño sino hasta que las luces de la avenida y su trasiego, empezaron a disipar la
oscuridad. Por fin fue aminorando el paso, ya claudicante. Se quedó atrás. Yo
volví la vista un segundo, aliviado de escapar por fin al acoso, aunque
afectado por las contradicciones que me provocan siempre estas
situaciones. Desdichada vida la de algunos... Miré atrás un instante para
confirmar que ya podía sacudirme la incomodidad.
Pero todavía le vi. Ahí se quedó, detenido en medio de la calle, derrotado
pero aún desafiante y manteniendo la misma mirada. Los carros pitaban
y le bandeaban peligrosamente por uno y otro lado, pero él se mantenía
indiferente a ellos y fijo en mí como una estatua. Y desde allí levantó el
brazo derecho y me señaló directamente al alma como quién apunta a un
condenado:
“Ojalá un día se cambien las tornas” —le oí sentenciar claramente, como
un alarido de rabia— “Ojalá un día tu seas yo y te veas
prisionero de mi maldita desgracia, y que la vida te condene de repente a
soportar malamente mi desdicha. Y cuando llegue ese día, hermano, yo te miraré
al pasar sin siquiera sentir lástima”.
En el murmullo de la noche su grito me alcanzó como un dardo que
penetró mis entrañas. Y desde entonces, a menudo, cuando recorro estas calles
al anochecer, siempre me sobresalta el mismo escalofrío: entre
las sombras veo asomarse a alguien parecido a mí. Resulta inquietante, pero
realmente me parece descubrirme a mí mismo —o cuando menos a alguien muy
parecido—, escabulléndome como una rata entre las basuras al verme pasar.