Medellín.2006
Ya quedó atrás ese habitual pasar fugaz por Medellín, ciudad a la que debía un poco de atención después de todo este tiempo en Colombia. En seis años sólo la visité para reuniones y trámites acelerados, sin apenas permanecer más de tres días seguidos. Tal vez la estancia más prolongada fue con motivo de la reunión de ECHO (Oficina Humanitaria de la Unión Europea), que tuvo lugar allí excepcionalmente. Esa importante cita con carácter mensual (generalmente en Bogotá) era un encuentro ineludible no solo por norma sino por el interés que contenía. Asistíamos, a puerta cerrada, el puñado de organizaciones humanitarias europeas que operábamos repartidas por toda la geografía colombiana y constituía un vertiginoso análisis de hora y media sobre el conflicto. Por turnos, íbamos narrando la situación en nuestra zona, pasando revista a los rincones del país, de un extremo a otro, sin dejar un solo territorio en el que no se estuvieran registrando combates, asaltos, destrucción de aldeas, masacres y su consecuencia última: los miles de familias que huían de toda esa violencia. En definitiva, la cruda actualidad de la guerra y sus secuelas. Cada uno exponíamos allí los diversos programas puestos en marcha tratando de aliviar el sufrimiento de las víctimas. Aquella reunión era el cónclave mensual del Plan de Atención a Poblaciones Desplazadas por la Violencia. En Colombia, las familias forzosamente desplazadas de sus aldeas y tierras se contaban por decenas de miles y, por aquel entonces, este era el único programa organizado que les procuraba asistencia. Ninguna región era exceptuada. De modo que asistir a la cita era un derecho y un deber para todas las organizaciones del grupo y resultaba de gran utilidad para conocer de primera mano lo que estaba pasando en el país. Porque todos los que nos sentábamos alrededor de la mesa trabajábamos en la primera línea. En este caso, un sinfín de frentes en llamas por todo el territorio, sumidos en un contexto de gran complejidad. Asistir a esa reunión de ECHO era una excelente puesta al día del escenario del conflicto y también la oportunidad de dar a conocer acontecimientos, incidentes y lanzar alertas ante los avatares vividos en las últimas semanas por cada uno de los presentes. Buscábamos así evitar el aislamiento y contrarrestar el silencio en el que suelen caer sucesos dramáticos que, en modo alguno, puedan olvidarse. Acudíamos a la reunión, prestábamos nuestro informe y luego volvíamos al trabajo.
Recuerdo que nos juntábamos los colegas de diversas organizaciones europeas que estábamos arropados, a su vez, por dinámicos equipos colombianos. Ahí estaba Marta, la italiana que se ocupaba de la región Suroeste. Por esa zona andaba también la eficaz colombiana Zandra. En otras regiones, la francesa Ameliè, o Marjorie, de Holanda. En el Cauca y Nariño se bandeaban, con acierto entre el riesgo, Iñaki y Eli; José Luis, siempre perdido por los ríos del Urabá; Iñigo batallando en el Nelson Mandela y otros barrios marginales de Cartagena y Barranquilla. En Bolívar, Jesús, conocido como “el Marqués” porque vivía en un casón de piedra alquilado en un suburbio de Cartagena de Indias. Alberto, experto en Popayán y Pasto; Gerardo, que estuvo perdido una eternidad por las playas prietas del Pacifico, alimentado nomás de pescado y chontaduro; y Pedro Luis, que ejercía de coordinador… Cuánta gente experta contribuyó, con sus equipos, a aliviar el sufrimiento y a construir un futuro para los colombianos más golpeados. Yo me ocupaba de varias regiones de la costa norte (Córdoba, Montes de María, Sierra Nevada) y solía ilustrar las explicaciones a través de la proyección de mapas de situación. Las líneas y flechas rojas se fundían con los ríos selváticos y los signos de los últimos combates registrados.
De vuelta a las calles de Medellín
Dejemos las reuniones y los informes y volvamos al bullicio del centro de Medellín, ciudad llena de dinamismo y eje esencial del país. Siempre me ha llamado la atención el submundo de sus callejas centrales: tanto vagabundo, tanto pedigüeño, tanto cuerpo agazapado bajo cartones. Como si nada. No logro aceptar un escenario así en una Colombia tan hermosa, tan vitalista y con tantas posibilidades. Entristece la estampa de sufrimiento, de fracaso y tragedia personal que hay en cada uno de esos rostros.
Es Medellín, o Medallo, como dicen los paisas en la jerga. Capital de Antioquia asentada en el corazón de la cordillera. Escribo desde una suite muy confortable del vetusto hotel Nutibara (60 €) en el mero meollo de esta metrópoli primaveral y cuajada de malandros. A lo lejos se alzan los cerros andinos florecidos de un verde intenso, cada vez más poblados por miles de invasores que van construyendo sus chabolas de madera, cartón, cinc y amargura. Cambuches los llaman y forman barriadas interminables, unas encima de otras.
Aquí mismo, desde mi balcón, justo ahí debajo, veo la muestra de una veintena de voluminosas esculturas de Fernando Botero, repartidas por toda una plaza que lleva su nombre. A todas horas trasiegan viandantes como si fueran hormigas ajetreadas. Al frente, el Museo de Antioquia, que alberga además una buena colección de pinturas del maestro de los personajes obesos. La vida intensa de América del sur, latente. El centro de la urbe es un bullicio caótico de paseantes y vendedores; tiendas y puestos de baratijas; busetas humeantes, taxis amarillos y ruidosos camiones destartalados. Suena el griterío de los comerciantes y hay un fondo de música de salsa que ruge desde el interior de los locales de mala vida, atronando de una bulla que no cesa ni en las horas más tardías de la noche. Los árboles gigantes se han apoderado de las aceras con sus largas raíces y hay basuras sembradas por todas las esquinas. Nadie habla de la crisis por aquí, porque la pugna por la subsistencia es lo cotidiano. El reguero de vagabundos en cada hueco de las calles y de los edificios nunca deja indiferente. Sobre todo cuando se trata de gamines, los niños de la calle, que forman parte del paisaje urbano pero que los viandantes van sorteando con toda indiferencia. Ya cae la noche en Medellín, es hora de replegarse cada uno a su escondrijo.
Medellín fue fundada en 1541 por el mariscal Jorge Robledo, un conquistador ubetense de familia noble. Hoy en día es una importante plaza comercial y financiera, quizás la más moderna de Colombia. Grandes infraestructuras, el Metro o parques y excelentes bibliotecas. Sus habitantes, los paisas, son considerados gente laboriosa y con mentalidad empresarial, pese a tener una urbe poblada de mendigos y altas cotas de inseguridad.
Pero me gusta Medallo, me siento bien aquí. Cada vez que vengo un poco más. Sobre todo, disfruto comiendo una suculenta bandeja paisa, por supuesto con su choclo y su arepita e’güevo. Al mismo tiempo, es tanta la adoración que sienten los paisas por su ciudad que la consideran única en el mundo. Resulta divertido la resistencia de mis amigos a aceptar que también hay un Medellín en España, mucho más antiguo incluso. El municipio extremeño fue la Metellinum romana, fundada 79 años antes de Cristo. Aunque hoy en día no supera los 2.000 habitantes, conserva un importante patrimonio monumental que evidencia su relevancia ancestral. Se erigió muy próxima a Emérita Augusta (Mérida, hoy capital de la comunidad autónoma) y destacan el teatro romano, el castillo medieval y un puente del siglo XVII. Mis amigos paisas piensan que les engaño y que no existe otro Medellín aquí y, para tratar de convencerles insisto en que cuando vengan a Europa nos iremos al Medallo cacereño para ponernos hasta las cejas de cojondongo, migas, zorongollo, jilimojas y cardincha de paleta de borrego. Y acaban mirándome con una cara de escepticismo que no se les va a quitar hasta el día en que vayamos y pongamos mesa y mantel por medio.