miércoles, 11 de octubre de 2000

La muerte puede ser una bella mirada

Selvas del Paramillo 

Nos había caído encima el invierno con toda su lluvia, con toda su furia, y el sendero definitivamente no nos dejaría seguir “ni pa’ tras, ni pa’ lante!”, como rezongaba el conductor entre maldiciones y cubierto de barro hasta la cabeza. Este muchacho era un jabato. No he conocido tipo más diestro al volante, sobretodo por estos caminos de la selva colombiana, en los que mejor no aventurarse si no tienes una cátedra en navegación y, especialmente, alguna buena razón por la que meter el hocico hasta allí tan adentro.

 
“¡¡Juepúchica, Pablo, de acá no nos saca ni el Putas!!”. Jorge estaba muy serio y le caían los goterones de sudor por las sienes. El lodazal en el que habíamos quedado atrapados era una masa de chocolate espeso que iba engullendo el vehículo a medida que pisaba y pisaba el acelerador. El motor rugía desesperado, pero intentar salir del infierno de fango seguía resultando inútil.

“Hágale duro, mijo, que esta noche estaremos ya tranquilos con unas Águilas heladas en la posada de Puerto Libertador”, y me escuchó las palabras de aliento como si fueran parte de la lluvia.

Ni modo, carajo, ni modo. Definitivamente el fangal se tragaba la insignificancia del todoterreno. Las cunetas del camino eran una pared de vegetación tupida y desmesurada, esa exuberancia fantástica del mato costeño que no ha sufrido nunca machete. Y afuera, más allá de esos contrafuertes de follaje, habitaban los mil sonidos del atardecer de la jungla.
 Campamento de desplazados de Tierradentro

¿Todavía será esto zona paraca o nos metimos ya en tierra del Frente 58?. Hice otra pregunta al aire, aprovechando que Jorge se había dejado caer junto a una de las ruedas hundidas. La mirada de mi compinche bastó como respuesta. “La misma vaina” quiso decir, y yo le entendí muy bien. Lo había aprendido con nitidez tras todos estos años en Colombia. Aquí existen espacios nunca bien definidos, inmensas extensiones de tierra sin ley, en las que la autoridad puede ser cualquiera que le surja al paso de entre la maleza.

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“Esta vaina se va a poner pero que bien berraca”. Alias Pedro, jefe paramilitar del Bloque Sinú, me lo había confiado la última vez que nos sorprendimos mutuamente en una vereda de Tierralta. Botas pantaneras, pañuelo verde en la cabeza, ojillos de víbora. Brazalete amarillo de las AUC, pistola al cinto y dos granadas de mortero insertadas en la chaquetilla de camuflaje. Con su dedo índice siempre amenazante, parecía inspirarse en el sopor del mediodía tropical para entonar ese torpe discurso que era la letanía de siempre. La de los sanguinarios paramilitares que asolaban pueblos enteros sin respetar ni a los críos más críos. También la de los combatientes de las FARC, capaces igualmente, de tumbar cualquier cosa que se interpusiera a su paso cada vez que bajaban de las montañas a llevarse a los chavales, además del arroz y el ron, que arramplaban de las míseras casuchas campesinas de bahareque.

Por las calles del pueblo los rostros de la gente resumían el panorama con miradas sombrías. Los unos, apurándose a cargar sus últimos trastos en la colorida buseta de los martes. Los otros, recién llegados de las veredas, apurados también, pero por el miedo, el cansancio y el vértigo de a quién se le ha agotado el derrotero, tal vez para siempre.

“Se me llevaron a la niña, don Pablo”, me vertió susurrando su desconsuelo doña Clara, al cruzármela en la esquina de la iglesia. Sofía era apenas una peladita de catorce años. Cómo decirle a la buena señora que ya me había topado con su hija en el camino, nomás el jueves pasado, y que la niña lucía bien atractiva con su cincha de balas al pecho y el tremebundo fusil AK colgado del hombro. Cómo decirle a doña Clara que la muchacha me quitó el teléfono con una sonrisa diciendo casi con dulzura: “colabórenos con la lucha, compañero”, mientras me miraba fijamente con sus hermosos ojos rasgados, negros como tizón. Ojos de una expresividad envolvente que no se sabe muy bien si ríen o maldicen; si proponen un revolcón tras la palmera o si me va a descerrajar el AK al mínimo movimiento. Jodida guerra ésta en la que los que matan relumbran tanta belleza en sus rasgos y en sus poses. Tanta, que uno no sabe si le van a invitar a bailar o a ponerse a desfilar ante la muerte… Jodida guerra esta en la que hasta esa muerte tiene la mirada tan bella... la que me espera a mi, la que le espera a ella.