Nos
había caído encima el invierno con toda su lluvia, con toda su furia, y el
sendero definitivamente no nos dejaría seguir “ni pa’ tras, ni pa’ lante!”, como rezongaba el conductor entre
maldiciones y cubierto de barro hasta la cabeza. Este muchacho era un jabato. No he conocido tipo más diestro al volante,
sobretodo por estos caminos de la selva colombiana, en los que mejor no
aventurarse si no tienes una cátedra en navegación y, especialmente, alguna buena
razón por la que meter el hocico hasta allí tan adentro.
“¡¡Juepúchica, Pablo,
de acá no nos saca ni el Putas!!”. Jorge estaba muy serio y le caían los
goterones de sudor por las sienes. El lodazal en el que habíamos quedado
atrapados era una masa de chocolate espeso que iba engullendo el vehículo a
medida que pisaba y pisaba el acelerador. El motor rugía desesperado, pero intentar salir del infierno de
fango seguía resultando inútil.
“Hágale duro, mijo, que
esta noche estaremos ya tranquilos con unas Águilas heladas en la posada de Puerto Libertador”, y me escuchó las palabras de aliento como si fueran parte de la
lluvia.
Ni
modo, carajo, ni modo. Definitivamente el fangal se tragaba la insignificancia
del todoterreno. Las cunetas del camino eran una pared de vegetación tupida y desmesurada,
esa exuberancia fantástica del mato costeño que no ha sufrido nunca machete. Y
afuera, más allá de esos contrafuertes de follaje, habitaban los mil sonidos del
atardecer de la jungla.
¿Todavía será esto
zona paraca o nos metimos ya en tierra del Frente 58?. Hice otra pregunta
al aire, aprovechando que Jorge se había dejado caer junto a una de las ruedas
hundidas. La mirada de mi compinche bastó como respuesta. “La misma vaina” quiso decir, y yo le entendí muy bien. Lo había
aprendido con nitidez tras todos estos años en Colombia. Aquí existen espacios nunca bien definidos, inmensas extensiones de tierra sin ley, en las que la autoridad puede ser cualquiera que le surja al paso de entre la maleza.
“Esta vaina se va a poner pero que bien berraca”. Alias Pedro, jefe paramilitar del Bloque Sinú, me lo había confiado la última vez que nos sorprendimos mutuamente en una vereda de Tierralta. Botas pantaneras, pañuelo verde en la cabeza, ojillos de víbora. Brazalete amarillo de las AUC, pistola al cinto y dos granadas de mortero insertadas en la chaquetilla de camuflaje. Con su dedo índice siempre amenazante, parecía inspirarse en el sopor del mediodía tropical para entonar ese torpe discurso que era la letanía de siempre. La de los sanguinarios paramilitares que asolaban pueblos enteros sin respetar ni a los críos más críos. También la de los combatientes de las FARC, capaces igualmente, de tumbar cualquier cosa que se interpusiera a su paso cada vez que bajaban de las montañas a llevarse a los chavales, además del arroz y el ron, que arramplaban de las míseras casuchas campesinas de bahareque.
Por las calles del pueblo los rostros de la gente resumían el panorama con
miradas sombrías. Los unos, apurándose a cargar sus últimos trastos en la
colorida buseta de los martes. Los otros, recién llegados de las veredas,
apurados también, pero por el miedo, el cansancio y el vértigo de a quién se le
ha agotado el derrotero, tal vez para siempre.