viernes, 26 de mayo de 2000

Paella en prisión


Cada vez que tenía que ir desde mi oficina a los barrios del oriente de Montería, pasaba por delante de esa fortaleza de cemento sucio que es la prisión de Las Mercedes. Siempre me ha estremecido la proximidad a las cárceles y el presentir la multitud hacinada tras esos muros, que marcan radicalmente un mundo aparte. Un gran portón cerrado a cal y canto, y los pequeños ventanucos a través de cuyos barrotes asoman caídos los brazos anónimos de los reclusos. Como si acariciando el aire exterior con las manos pudieran aliviar su hastío y soñar que mueven el cuerpo dotados de alas. 
 
El único punto alegre podía venir de las hileras de ropa tendida que colgaban por las paredes, sin embargo, esos calzones viejos y las camisetas descoloridas acrecentaban la desolación. Uno se imagina tantas historias en el interior de la cárcel. La mayoría, historias de rabia y desconsuelo. Me angustia el destino truncado de la gente obligada a permanecer cautiva ahí dentro. Estando al otro lado, libre, es inevitable sentir compasión por los centenares de personas que ven pasar sus días en reclusión.

Por eso, el día que Milene Andrade, Defensora del Pueblo del departamento de Córdoba, me comentó que había ingresado “una paisana mía” en Las Mercedes, me pareció buena idea visitarla. La única española entre toda la población reclusa colombiana. Pensé que quizás conseguiría hacerle la vida más llevadera
a mi me habría gustado en una situación similar―.


La prisión de Montería es un centro bastante grande, pero el módulo de mujeres se reducía, en aquel entonces, a una treintena de toda edad y condición. Cada día, en horario diurno, se podía acceder previa autorización. De hecho, las colas de familiares en ocasiones doblaban la esquina. Así que, en una oportunidad que tuve aquel mismo mes, me acerqué a Las Mercedes. Previamente pasé por un supermercado, no era cuestión de aparecer por allí con las manos vacías. ¿Pero qué sé puede llevar a una reclusa a quién no conoces de nada?

La atmósfera de la prisión era sofocante a mediodía. El portón de la entrada no estaba abierto, sino que todo el mundo entraba y salía desde una puerta lateral, tras pasar varios controles y requisas. Para llegar al módulo de las mujeres, había que atravesar todo el patio central: un enorme y lóbrego cuadrilátero enrejado, en cuyos cuatro pisos se hacinaban un gran número de hombres con las extremidades asomando entre los barrotes. El griterío reinante era ensordecedor, como si atravesaras una densa nube de abejas blandiendo una antorcha. Al final de dicho espacio, semiescondida, había una sala aparte que constituía la celda común para el grupo de reclusas. Dentro, había que dejar por un instante que los ojos se habituasen a la penumbra. Empezabas entonces a percibir los detalles del sitio que pisabas. Cada interna tenía su recodo, unas escasas pertenencias y el colchón en el suelo. La intimidad era nula, unas junto a otras. No estaban apretadas, pero tampoco sobraba sitio. Incluso las letrinas y los baños estaban en la misma sala, separadas apenas por unas cortinas de hule. El olor era rancio, como de ratonera.

Acompañado por dos guardianes que no tardaron en retirarse, fui recibido con curiosidad y cierto regocijo. Sin embargo, en todo momento, me sentí tranquilo. En el centro de la sala, sonriente, me esperaba Paty. No sé bien por qué, nos dimos un abrazo. Sentí ternura desde el primer momento. Su acento delataba un origen gallego, y se veía que era una muchacha resuelta, curtida por la vida. Paty tenía edad indefinida, no creo que hubiera cumplido los cuarenta. Se movía por allí como si fuera su casa, y parecía llevarse bien con todo el mundo. En una primera impresión, me pareció notar cierta hostilidad de algunas de aquellas mujeres, o al menos, miradas de extrañeza. Ella también debió percibirlo, porque no se apartó de mí ni un momento. Al cabo de un rato, saludando a unas y a otras reclusas, acabé sintiéndome bien acogido. Paty tuvo mucho que ver en ello, al hablarme abiertamente, con gracejo, queriendo mostrarme que abundaba la buena gente por allí. En apariencia, todas ellas parecían guardar un ambiente de convivencia. Al menos, esa impresión me dio.

El tiempo permitido para el encuentro fue muy breve, pero dió para conversar con varias de ellas. Por supuesto, principalmente con Paty, que se veía contenta y no paraba de hacerme preguntas. En ese corto lapso de tiempo, y con las lógicas reservas, tuvo ocasión de hacerme un resumen muy somero de sí misma, aunque con cierta desgana. 
 
Era de la Ría de Arousa, pero llevaba años sin ir por su pueblo  ―demasiados años ―dijo poniéndose seria por unos instantes. No entró en ningún detalle sobre las circunstancias que habían rodeado su infortunio, ni yo quise preguntar nada de ello. No era ese mi propósito. Estaba allí por un problema de trasiego de cocaína, yo ya lo sabía, y me pareció que no era la primera vez que cumplía condena por una cosa así. No me enteré tampoco de la pena que le quedaba por cumplir. ―Aquí no me tratan tan mal ―repitió en un par de ocasiones, bajando la mirada. Todavía se conservaba atractiva, pese a los palos de la vida, que llevaba bien marcados en las ojeras. Diría que por primera vez en mucho tiempo, se había maquillado porque era la única allí con los ojos y los labios pintados.

Saqué de la mochila las cosas que traía para ella. Una  colonia y un champú pero también almendras, algunas frutas, chocolate y unas latas. Había venido cargado, para que pudiera compartir. Y efectivamente, no tardó en hacerse un corro a nuestro alrededor. Cuando salió la lata de paella, aquello ya era una fiesta. ―La voy a preparar ahora mismo ―dijo con  entusiasmo. Y movilizó al personal. Se puso a trajinar con un hornillo y con distintos cacharros que fueron sacando sus compañeras. Nos pusimos a comer como si hubiera motivo de celebración, y alcanzó un pequeña ración para cada una. Al rato no quedaba un grano de arroz amarillo. ¡Quién me iba a decir a mí que encontraría una paella enlatada en un supermercado de Montería y que, además, acabaría teniendo tanto éxito entre las convictas de la prisión!

Quedé en regresar al cabo de unas cuantas semanas, pero pasó el tiempo. Cuando quise volver, la Defensora del Pueblo me advirtió que Paty ya no estaba en Las Mercedes. Había sido trasladada recientemente a España, donde cumpliría el resto de la condena. No volví a saber de ella, y me alegré de su cambio. Puede ser que en un tiempo, o tal vez en unos años, estuviera ya libre por su Galicia natal. La había conocido apenas durante unos minutos, un intercambio fugaz de afectos en la sordidez de una celda llena de mujeres. Pero en más de una ocasión la he recordado, encerrada entre aquellos muros, feliz por unos instantes con su lata de paella.