Ni que decir que
huí de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y
no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal.
Siempre me provoca un grato desconcierto la Navidad en el trópico. El calor sofocante no concuerda con las vivencias marcadas por la impronta del frío y la nieve en el Viejo mundo. Sin embargo, prefiero el dulce sopor pegado a la piel y la brisa bonancible del Caribe.
Por ello había optado, una vez más, por pasar de
viajes y de matracas, fiestones y bullicios, y quedarme en mi
casa de Montería dedicado al disfrute de la vagancia, que se convierte en un
placer para quienes nos pasamos la vida camellando
como el Putas todo el santo año, sin apenas tiempo ni para el resuello. Nada de
jaleos, ni tumultos, ni rumbas. Tan solo un par de bolas doradas colgadas en mi
puerta. Además, unas Navidades que, en contra de lo que habían sido los últimos
años, se presentaban esta vez sin noticia de terremotos, tsunamis, ni volcanes
en erupción que pusieran en riesgo mi macanudo plan de amancebarme sobre el
camastro, bien acopiada la cocina de jamón, mangos y ron, y con una pila de
DVD, libros y periódicos sobre la mesilla del dormitorio. ¿Qué mejor colofón
para compensar un año transcurrido entre batallas y
amarguras…?
Nada más.
Simplemente no quería nada más. Aquello era el mejor panorama navideño. Hice rapidito las llamadas familiares rituales, atendí
las últimas felicitaciones e incluso me asomé a otear el coro de niños que
recorría el barrio de puerta en puerta con sus villancicos. Hasta ahí. Pronto
anocheció y los teléfonos quedaron en silencio. Realicé brevemente mi
última conexión al correo y los noticieros, cerré las ventanas, y me dispuse
a festejar de este modo tan intimista y poco sociable mi mejor Nochebuena.
Cinco o seis horas
después, ya de madrugada, me hallaba despanzurrado sobre una cama desaliñada
como un campo de batalla. Las almohadas por el suelo, la botella derramada,
peladuras de mango, migas de bizcocho por todos lados. Pese a la larga siesta
de la tarde, me había quedado dormido otra vez. Y todavía terminé de ver una
segunda película e incluso me di a la lectura desganada de dos libros. Entre
los efluvios del ron, el empacho de dulce y el hartazgo de tele, me
tambaleé hasta el baño y tuve que hacer esfuerzos por no dar con mi cabeza en
el interior del váter. Estaba saturado de todo. Había sufrido el frenesí de un atracón excesivo.
Pero era
Nochebuena y no necesitaba más en la vida… ¿O sí? Súbitamente, empezó a
recorrerme un escalofrío. Sin poder reaccionar, no pude evitar
que, en cuestión de minutos, casi segundos, se fuera apoderando de mí una
angustiosa sensación de vacío. Como si la mente, el alma y el cuerpo se me
estuvieran desinflando. Náuseas. Vértigo existencial. Tristeza.
Guayabazo. El sinsentido de la vida. La soledad abrumadora… la presión del
cielo sobre mi cabeza.
Salí a
tomar una bocanada de aire y el arrullo suave de la brisa me sentó bien. Era
una noche hermosa. Me fui relajando. A lo lejos se oía el murmullo de la ciudad
en festejos. Y más allá, el horizonte de oscuridad de los barrios marginales
donde se venían desarrollando arduamente mis programas de trabajo. Pensé en
tanta gente pobre que, en ese mismo instante, en aquellas callejas enfangadas
tan próximas, estaría sufriendo el aplomo desalmado de la miseria y el hambre,
del no tener nada, del no poder siquiera esbozar una sonrisa en un día tan entrañable como este. Desdichado mundo, unos tanto y
otros tan poco. Unos hastiados de carne y vino, y otros suplicando por un
pedazo de pan.
Entendí entonces
la impetuosa sensación de vacío que me había sobrevenido momentos antes y
resolví acercarme a aquellas pobres gentes injustamente privadas de Navidad. Ahora estarían arracimadas en sus cambuches de plástico y cartón, apenas a
un par de kilómetros de donde me encontraba. Mi corazón percibió por un momento
su atmósfera deprimida, y me sentí henchido por un arrebato de
ternura que me empujó de un salto al coche, en cuyo interior
coloqué dos botellitas de Viejo de Caldas.
“Vayamos a compartir con los desheredados de la tierra. Ese es mi sino, y mucho
más en Navidad”.
Circulé por las
últimas calles de Montería, directo al submundo lóbrego de los barrios
marginales. “Al Cerrito”, me dije, dando un último trago. Y fui llegando a ese
universo desolado de las más míseras barriadas.
Pero lo que
descubrí al sumirme en el caos de sus callejuelas de barro hediondo no fue un
panorama de tristeza ni mucho menos. Muy al contrario, al final
del asentamiento, semiocultos por la falta de alumbrado, un gentío enfebrecido de más de cien o doscientas personas celebraba una tremenda
parranda. Todas
desparramando euforia, gritos y saltos como en un aquelarre de brujas
mayestático.
En ese momento el
carro enterró sus ruedas delanteras en el lodo excrementoso de una zanja y para mayor infortunio, al salir, metí los tobillos en un charco.
Tinto en barro, me volví hacia el grupo parrandero y vociferé un ronco “¡¡Feliz
Nochebuena, hermaaaaanos!!”, y me dirigí hacia ellos. Apenas di dos pasos
cuando advertí que la turba, presa de una monumental borrachera colectiva,
lanzaba una alocada y tumultuosa carrera hacia mí. Berreando, brincando,
arrojando botellas vacías al aire, peleando entre sí, dando unos alaridos que
resonaban terroríficos en la oscuridad de la noche.
Se me heló la
sonrisa. Me acojoné. En un abrir y cerrar de ojos vi como la marabunta se
venía encima al bramido de “¡¡¡juepuuuuuuuta…!!!”. Y no quise saber más. De un
salto, volví al carro que por suerte se desatascó del fangal haciendo un
derrape, y alcancé a enfilar la salida justo cuando los primeros borrachos me
saltaban encima y unas botellas estallaban contra el techo.
Ni que decir tiene que
hui de allí como del diablo. Me salvé de aquella horda salvaje por los pelos y
no detuve mi carro hasta llegar a las primeras luces de la avenida principal. De allí corrí al encuentro del calor navideño de mis amigos, rebuscando, uno por
uno, en todos los garitos de la ciudad.