En febrero de 1997, la guerra en Liberia me llevó a encontrarme con una
terrible situación de hambruna en una de las regiones del interior del país. No era
la primera vez para mí, por desgracia. Pero uno jamás se acostumbra a estos
episodios. En aquellos días, el conflicto azotaba con dureza al país
africano de un extremo a otro. Apenas una serie de treguas endebles permitían
poner en marcha operaciones de ayuda humanitaria muy puntuales, y dirigidas
hacia los núcleos más críticos que podíamos identificar. Eran momentos en
los que no se podía bajar la guardia.
Fuerzas del LURD
(Liberians United for Reconciliation
and Democracy) habían tenido secuestrado el pueblo de Gbanga durante meses, utilizando a civiles indefensos
como arma de guerra. Ahora, por fin, se retiraban e íbamos a poder llegar
hasta buena parte de aquellas víctimas atrapadas. Éramos los
primeros en poder hacerlo. Imaginen la plaza del pueblo, un cuadrado polvoriento
de casas de adobe y palma. En su centro, bajo una carpa que habíamos instalado
tratando de protegernos del sol, arremolinadas y en silencio, se concentraban decenas de madres con su niño en volandas o de la mano. Todo estaba tan reciente que todavía humean algunos techados. El
sometimiento había sido feroz y había agotado a toda la población, cebándose ―como
siempre― en los niños y sus jóvenes madres. los adultos se buscaban unos a los otros, confiando encontrarse con vida. Pero lo cierto es que apenas quedaban hombres en esta confusa aglomeración.
Nuestro
equipo se había puesto a funcionar inmediatamente, cada uno en su cometido. Todos
estabamos bien entrenados. Organizado rápidamente el triaje, el
tumulto, poco a poco, se fue transformando en una hilera de madres y niños más o
menos ordenada. Había que ir deprisa. Pero identificar son los casos más
gravemente desnutridos no es tarea fácil, pese al aspecto de los pequeños. ¡Desesperante! Había que tallar y pesar a todos esos chiquillos famélicos. Uno tras otro.
A los que pueden caminar, además, se les medía con una cinta el perímetro
braquial, que en gran parte de los casos no superaba los 11 centímetros. La cinta
se colocaba a la altura del bíceps, que en estos chavales no era
más que el húmero recubierto de pellejo. Dos de cada tres casos presentan una
situación extrema. Leila, la enfermera argelina, me informaba de que varios bebés habían llegado muertos al control. Pese a ello, las madres
hacían fila calladas y sin lágrimas. Cuando se les comunicaba el fallecimiento del niño, abandonan la fila en silencio, ocultando la tristeza inmensa que sufrían o quizás la rabia o, probablemente, ambas
cosas.
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Leila en la misión de Gbanga |
Seguía
llegando gente al improvisado campamento de Gbanga. Seguían acercándose mujeres con
sus hijos en brazos o a rastras. ¿Qué podíamos hacer?
Los suministros iban a tardar, si antes no los saqueaban por el camino los grupos
descontrolados de fighters. Nosotros eramos apenas una avanzadilla exploratoria con medios escasos, sin embargo, no había tiempo que perder. Hay que impulsar
la movilización.
En
ese momento, Leila me llamó a través de la radio:
―Aló,
aló. ¿Pablo, puedes venir rápido a mi posición?
―En
un minuto estoy allí, Leila.
―¿Cuál es tu grupo sanguíneo? Cambio.
Al
llegar junto a ella, ya lo tenía todo preparado. Sin preguntar nada, me remangó la camisa y me clavó la aguja en el antebrazo para sacarme yo no sé cuánta cantidad de
sangre. Quizás medio litro. Me pareció demasiada pero no dije ni pio, mientras Leila
permanecía concentrada en su cometido.
Al
día siguiente no disminuyó el tumulto, ni la tensión,
ni el cansancio. Habían llegado más personas que estaban ocultas en la selva. De nuevo más madres asustadas, más niños al borde de la muerte. Nosotros no habíamos
descansado, pero desde el amanecer estábamos al pie del cañón. También
hoy tocaba aportar una buena dosis de sangre, de eso no se libraba nadie en el equipo.
Al fin y al cabo, el cuerpo la volvería a renovar. No se puede ir
a la guerra y pretender no derramar una gota de sangre.
Sobre todo si es para salvar la vida a un puñado de chiquillos
hambrientos.