jueves, 6 de febrero de 1997

No hay guerra sin sangre


En febrero de 1997, la guerra en Liberia me llevó a encontrarme con una terrible situación de hambruna en una de las regiones del interior del país. No era la primera vez para mí, por desgracia. Pero uno jamás se acostumbra a estos episodios. En aquellos días, el conflicto azotaba con dureza al país africano de un extremo a otro. Apenas una serie de treguas endebles permitían poner en marcha operaciones de ayuda humanitaria muy puntuales, y dirigidas hacia los núcleos más críticos que podíamos identificar. Eran momentos en los que no se podía bajar la guardia.

Fuerzas del LURD (Liberians United for Reconciliation and Democracy) habían tenido secuestrado el pueblo de Gbanga durante meses, utilizando a civiles indefensos como arma de guerra. Ahora, por fin, se retiraban e íbamos a poder llegar hasta buena parte de aquellas víctimas atrapadas. Éramos los primeros en poder hacerlo. Imaginen la plaza del pueblo, un cuadrado polvoriento de casas de adobe y palma. En su centro, bajo una carpa que habíamos instalado tratando de protegernos del sol, arremolinadas y en silencio, se concentraban decenas de madres con su niño en volandas o de la mano. Todo estaba tan reciente que todavía humean algunos techados. El sometimiento había sido feroz y había agotado a toda la población, cebándose ―como siempre― en los niños y sus jóvenes madres. los adultos se buscaban unos a los otros, confiando encontrarse con vida. Pero lo cierto es que apenas quedaban hombres en esta confusa aglomeración.

Nuestro equipo se había puesto a funcionar inmediatamente, cada uno en su cometido. Todos estabamos bien entrenados. Organizado rápidamente el triaje, el tumulto, poco a poco, se fue transformando en una hilera de madres y niños más o menos ordenada. Había que ir deprisa. Pero identificar son los casos más gravemente desnutridos no es tarea fácil, pese al aspecto de los pequeños. ¡Desesperante! Había que tallar y pesar a todos esos chiquillos famélicos. Uno tras otro. A los que pueden caminar, además, se les medía con una cinta el perímetro braquial, que en gran parte de los casos no superaba los 11 centímetros. La cinta se colocaba a la altura del bíceps, que en estos chavales no era más que el húmero recubierto de pellejo. Dos de cada tres casos presentan una situación extrema. Leila, la enfermera argelina, me informaba de que varios bebés habían llegado muertos al control. Pese a ello, las madres hacían fila calladas y sin lágrimas. Cuando se les comunicaba el fallecimiento del niño, abandonan la fila en silencio, ocultando la tristeza inmensa que sufrían o quizás la rabia o, probablemente, ambas cosas.

Leila en la misión de Gbanga

Seguía llegando gente al improvisado campamento de Gbanga. Seguían acercándose mujeres con sus hijos en brazos o a rastras. ¿Qué podíamos hacer? Los suministros iban a tardar, si antes no los saqueaban por el camino los grupos descontrolados de fighters. Nosotros eramos apenas una avanzadilla exploratoria con medios escasos, sin embargo, no había tiempo que perder. Hay que impulsar la movilización.

En ese momento, Leila me llamó a través de la radio:

―Aló, aló. ¿Pablo, puedes venir rápido a mi posición?
―En un minuto estoy allí, Leila.
―¿Cuál es tu grupo sanguíneo? Cambio.

Al llegar junto a ella, ya lo tenía todo preparado. Sin preguntar nada, me remangó la camisa y me clavó la aguja en el antebrazo para sacarme yo no sé cuánta cantidad de sangre. Quizás medio litro. Me pareció demasiada pero no dije ni pio, mientras Leila permanecía concentrada en su cometido.

Al día siguiente no disminuyó el tumulto, ni la tensión, ni el cansancio. Habían llegado más personas que estaban ocultas en la selva. De nuevo más madres asustadas, más niños al borde de la muerte. Nosotros no habíamos descansado, pero desde el amanecer estábamos al pie del cañón. También hoy tocaba aportar una buena dosis de sangre, de eso no se libraba nadie en el equipo. Al fin y al cabo, el cuerpo la volvería a renovar. No se puede ir a la guerra y pretender no derramar una gota de sangre. Sobre todo si es para salvar la vida a un puñado de chiquillos hambrientos.