Yirowe, Somalilandia
El vehículo rodó levantando una estela de polvo anaranjado. Debieron de ser
un montón de horas. Creo que hasta me dormí sobre la mochila, pese al traqueteo y los mil baches de aquella
ruta, a través de los interminables parajes desolados de Somalilandia. Este
país es la antigua Somalia británica, estado autoproclamado y sin
reconocimiento, que libra una guerra feroz entre sus propios clanes y con el
gobierno de Mogadiscio.
En la inmensa bastedad de
un desierto frío y rudo, por fin, se dibujó el campamento como una sombra
apenas sobresaliendo en la línea del horizonte. El conductor me avisó y
me desperté de inmediato. Las ventanas laterales del coche estaban reventadas
por las pedradas que recibían cotidianamente, pero entre sus grietas pude
distinguir, a lo lejos, un puñado de tiendas de campaña amarilleadas por el
polvo y el tiempo. Todo el conjunto, unas cinco o seis carpas, estaba rodeado
por un seto de matorrales espinosos y alambre de púas, que vedaban el paso a las
cabras, los camellos y las visitas indeseadas. La lejanía y aislamiento eran tal
que me produjeron vértigo. Aquello era una verdadera
avanzadilla en la primera línea del frente, instalada a muy prudente distancia
del campo de desplazados de Yirowe (60.000 personas refugiadas de los
escenarios de combate). Un punto perdido en un conflicto que a nadie importaba y en
medio de la soledad del páramo.
Una vez superada la barrera y ya dentro de aquel
campamento espartano, el movimiento de tipos armados y envueltos en turbantes, contribuía a pensar que había llegado a algún
puesto de la guerrilla local. O incluso a uno de aquellos acuartelamientos de
la Legión extranjera. Pero pronto la irrupción de cuatro figuras sonrientes
(las únicas sonrisas que vería en muchos días) me confirmaron, para mi
tranquilidad, que había llegado al sitio correcto. La única
misión internacional que estaba allí para tratar de ayudar a decenas de miles
de familias huyendo de la violencia en el norte de Somalia.
Un hidrólogo, un logísta,
una médico (única mujer en varias leguas) y Nicolás, el jefe de ese equipo en
mitad de la nada. Franceses los dos primeros y españoles los segundos, trabajaban en lo
que me pareció un ambiente de armonía que contradecía un decorado tan áspero. El
resto de las personas que vi por allí lo constituía un pequeño ejército de
empleados locales cuyas expresiones sombrías resultaban contrastantes con las
de estos otros cuatro jóvenes que salían a darme la bienvenida. Enseguida constaté que aquellas eran las condiciones de vida de cooperantes más duras que
había visto en toda mi experiencia, en misiones humanitarias. Y pude
confirmarlo una vez instalado en mi camastro, sin más
mobiliario que una caja de madera a modo de mesilla y una lámpara que alumbraba gracias a un generador atronador. El menú, invariablemente, consistía en fetuccinni con salsa
de tomate y cabra. Ni qué decir del frío. Era penetrante y en las noches gélidas no se aplacaba ni bajo las cuatro
mantas de esparto que me dieron. Llamaba mucho la atención que el baño
―apenas una letrina y un bidón elevado que servía de ducha―, estaba arropado
por sacos terreros hasta lo más alto, solo superados por unas largas antenas de
radio que había detrás. “Es el punto de seguridad”―explicó Nicolás,
abordando los primeros consejos para orientar mi estancia. Y me los imaginé a
los cuatro acurrucados sobre el agujero maloliente de la letrina mientras
afuera iba y venían los tiros.
¿Qué hacían allí, en el fin
del mundo, esos cuatro locos exponiendo sus vidas en un medio tan hostil? El hidrólogo, Benoït, había sido agredido recientemente
mientras capacitaba a un grupo de la comunidad, en el manejo más higiénico del
agua del pozo. Elena, la docotora que asesoraba a las mujeres sobre nutrición de sus pequeños en el pecario dispensario médico, era hostilizada por los maridos de la comunidad por el solo hecho de ser una mujer occidental.
Así eran las cosas. Los propios
beneficiarios atacando a quienes, jugándoselo todo, habían acudido allí en su
auxilio... Aquel reducido equipo humanitario tenía encomendada una difícil
tarea, una misión desbordante, y cuando menos, ingrata. Pero allí
estaban, imperturbables, haciendo cada día puntualmente sus contactos de radio
con la sede y sus reuniones matinales para planificar una jornada en la que, en
más de una ocasión, se pasaba del entusiasmo a la frustración. De la
ilusión, a las ganas de dejarlo todo y marcharse muy lejos, por fin a tomarse una cerveza helada en un bar cerca de casa.
¿Quién es capaz de soportar el estrés de no poderte
fiar ni de quien hasta unos momentos antes te extendía los brazos? ―“No ayudes a quien no quiere que le ayudes”―,
ese ha sido mi lema personal ante retos y situaciones imposibles a las que tan a
menudo se enfrenta la ayuda humanitaria. Pero ¿qué hacer cuando la gente muere
de hambre, de inmundicia o de ignorancia, y tú eres el único que estás allí
para tratar de poner algún remedio.
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Nicolás, jefe de mision de ACH en Somalilandia |
Al llegar la noche, la
actividad se detiene y todo permanece inmóvil bajo los cielos brillantes. Exhaustos, pero reconfortados
con un vaso largo de té, nos dejamos caer sobre unos cojines. Las últimas
sombras del día se apagan junto a una acacia cerca del campamento. Entonces, hay
tiempo para la conversación con Nicolás.
La charla en el silencio del desierto, apenas perturbada por algún
carraspeo de la radio, invita al relajo, por fin tras una
jornada más de ajetreo y tensiones. ¿Qué nos lleva a hacer cosas increíbles, en nuestra vida, para ayudar a los
demás.