jueves, 14 de diciembre de 1995

Emma Bonino, Comisaria de Asuntos Humanitarios

Ese día aproveché una visita que hice a la Comisión Europea con Jorge Sempún, para entrevistar a la Sra. Bonino en DIARIO 16.

Emma Bonino, Comisaria europea de Asuntos Humanitarios.1995

miércoles, 13 de diciembre de 1995

Conversaciones a la sombra de una acacia

Yirowe, Somalilandia

El vehículo rodó levantando una estela de polvo anaranjado. Debieron de ser un montón de horas. Creo que hasta me dormí sobre la mochila, pese al traqueteo y los mil baches de aquella ruta, a través de los interminables parajes desolados de Somalilandia. Este país es la antigua Somalia británica, estado autoproclamado y sin reconocimiento, que libra una guerra feroz entre sus propios clanes y con el gobierno de Mogadiscio.

En la inmensa bastedad de un desierto frío y rudo, por fin, se dibujó el campamento como una sombra apenas sobresaliendo en la línea del horizonte. El conductor me avisó y me desperté de inmediato. Las ventanas laterales del coche estaban reventadas por las pedradas que recibían cotidianamente, pero entre sus grietas pude distinguir, a lo lejos, un puñado de tiendas de campaña amarilleadas por el polvo y el tiempo. Todo el conjunto, unas cinco o seis carpas, estaba rodeado por un seto de matorrales espinosos y alambre de púas, que vedaban el paso a las cabras, los camellos y las visitas indeseadas. La lejanía y aislamiento eran tal que me produjeron vértigo. Aquello era una verdadera avanzadilla en la primera línea del frente, instalada a muy prudente distancia del campo de desplazados de Yirowe (60.000 personas refugiadas de los escenarios de combate). Un punto perdido en un conflicto que a nadie importaba y en medio de la soledad del páramo.

Una vez superada la barrera y ya dentro de aquel campamento espartano, el movimiento de tipos armados y envueltos en turbantes, contribuía a pensar que había llegado a algún puesto de la guerrilla local. O incluso a uno de aquellos acuartelamientos de la Legión extranjera. Pero pronto la irrupción de cuatro figuras sonrientes (las únicas sonrisas que vería en muchos días) me confirmaron, para mi tranquilidad, que había llegado al sitio correcto. La única misión internacional que estaba allí para tratar de ayudar a decenas de miles de familias huyendo de la violencia en el norte de Somalia.

Un hidrólogo, un logísta, una médico (única mujer en varias leguas) y Nicolás, el jefe de ese equipo en mitad de la nada. Franceses los dos primeros y españoles los segundos, trabajaban en lo que me pareció un ambiente de armonía que contradecía un decorado tan áspero. El resto de las personas que vi por allí lo constituía un pequeño ejército de empleados locales cuyas expresiones sombrías resultaban contrastantes con las de estos otros cuatro jóvenes que salían a darme la bienvenida. Enseguida constaté que aquellas eran las condiciones de vida de cooperantes más duras que había visto en toda mi experiencia, en misiones humanitarias. Y pude confirmarlo una vez instalado en mi camastro, sin más mobiliario que una caja de madera a modo de mesilla y una lámpara que alumbraba gracias a un generador atronador. El menú, invariablemente, consistía en fetuccinni con salsa de tomate y cabra. Ni qué decir del frío. Era penetrante y en las noches gélidas no se aplacaba ni bajo las cuatro mantas de esparto que me dieron. Llamaba mucho la atención que el baño ―apenas una letrina y un bidón elevado que servía de ducha―, estaba arropado por sacos terreros hasta lo más alto, solo superados por unas largas antenas de radio que había detrás. “Es el punto de seguridad”―explicó Nicolás, abordando los primeros consejos para orientar mi estancia. Y me los imaginé a los cuatro acurrucados sobre el agujero maloliente de la letrina mientras afuera iba y venían los tiros.

¿Qué hacían allí, en el fin del mundo, esos cuatro locos exponiendo sus vidas en un medio tan hostil? El hidrólogo, Benoït, había sido agredido recientemente mientras capacitaba a un grupo de la comunidad, en el manejo más higiénico del agua del pozo. Elena, la docotora que asesoraba a las mujeres sobre nutrición de sus pequeños en el pecario dispensario médico, era hostilizada por los maridos de la comunidad por el solo hecho de ser una mujer occidental. 
 
Así eran las cosas. Los propios beneficiarios atacando a quienes, jugándoselo todo, habían acudido allí en su auxilio... Aquel reducido equipo humanitario tenía encomendada una difícil tarea, una misión desbordante, y cuando menos, ingrata. Pero allí estaban, imperturbables, haciendo cada día puntualmente sus contactos de radio con la sede y sus reuniones matinales para planificar una jornada en la que, en más de una ocasión, se pasaba del entusiasmo a la frustración. De la ilusión, a las ganas de dejarlo todo y marcharse muy lejos, por fin a tomarse una cerveza helada en un bar cerca de casa. 
 
¿Quién es capaz de soportar el estrés de no poderte fiar ni de quien hasta unos momentos antes te extendía los brazos? ―“No ayudes a quien no quiere que le ayudes”―, ese ha sido mi lema personal ante retos y situaciones imposibles a las que tan a menudo se enfrenta la ayuda humanitaria. Pero ¿qué hacer cuando la gente muere de hambre, de inmundicia o de ignorancia, y tú eres el único que estás allí para tratar de poner algún remedio.

Nicolás, jefe de mision de ACH en Somalilandia

Al llegar la noche, la actividad se detiene y todo permanece inmóvil bajo los cielos brillantes. Exhaustos, pero reconfortados con un vaso largo de té, nos dejamos caer sobre unos cojines. Las últimas sombras del día se apagan junto a una acacia cerca del campamento. Entonces, hay tiempo para la conversación con Nicolás. La charla en el silencio del desierto, apenas perturbada por algún carraspeo de la radio, invita al relajo, por fin tras una jornada más de ajetreo y tensiones. ¿Qué nos lleva a hacer cosas increíbles, en nuestra vida, para ayudar a los demás.