miércoles, 6 de septiembre de 1995

Desatres balcánicos (I), Vivir y morir en Sarajevo













 
(Publicado en DIARIO 16)

La capital bosnia, que sufre un duro y sangriento asedio, intenta recuperar una normalidad, continuamente interrumpida por los francotiradores

Adnan recuerda todavía el sonido de los primeros disparos, en abril de 1992, al comienzo de esta pesadilla que sufren hasta hoy los ciudadanos de Sarajevo. “Acababa de terminar la fiesta musulmana del Bihran y la mayoría confundimos los tiros con los últimos petardos de la celebración —comenta haciendo un esfuerzo por recorrer con la memoria tantas jornadas de asedio—. Pero cuando las explosiones retumbaron entre los edificios del centro fuimos muchos los que intuimos que se avecinaban malos tiempos”.

El gueto de la muerte”, lo ha calificado el propio Aris Silajdzic, primer ministro de Bosnia. “La ratonera” prefiere denominarlo un destacado diplomático de Naciones Unidas. Lo cierto es que casi cuatrocientas mil personas llevan 2.150 días sometidas a un brutal acoso, sin luz, ni gas, ni agua corriente. Sin apenas probabilidad de escapatoria ante una agresión indiscriminada. Todo comenzó confundiéndose con las últimas celebraciones de una fiesta popular y desde entonces no ha habido ocasión para repetir más celebraciones en Sarajevo, transformada en una ciudad sin alegría.

En todo este tiempo, el paisaje urbano de lo que antaño fue una de las más hermosas ciudades de Europa Oriental, se ha ido deteriorando. Desde barrios enteramente arruinados hasta otros —sobre todo los situados más al norte— que han logrado quedar al margen de las áreas de castigo habitual por parte de los artilleros y francotiradores serbo-bosnios. Estos, impunemente desde las colinas próximas —o incluso desde los edificios de algunos barrios próximos al centro, bajo su control—, tienen sometidos a los habitantes de Sarajevo al más sádico de los tormentos: los rascacielos de la capital bosnia, algunos todo un prodigio de arquitectura moderna, están carcomidos por lo orificios de los proyectiles, y las calles y avenidas son escenario cotidiano para sus prácticas de tiro. Fachadas reventadas por los impactos, edificios ennegrecidos por el fuego, parapetos en las aceras y fortificaciones con sacos terreros, que los propios vecinos han levantado para protegerse. Se ha ido configurando en la ciudad un paisaje gris, sobrecogedor en la zona de los barrios nuevos y sus largas avenidas. Y, sin embargo, el otro extremo, en el casco viejo y a lo largo de sus calles empedradas, la ciudad parece recuperar su ajetreo. 



Por las callejuelas y los pequeños comercios, entre mezquitas e iglesias, se tiene la sensación de quedar más guarecido a la presencia cercana del enemigo. Incluso alguna de las calles peatonales del centro ofrecen por las mañanas de un día cualquiera el mismo panorama de otras ciudades europeas, con sus prisas, sus hombres encorbatados, taxis, mujeres con la bolsa de la compra. Entonces Sarajevo recobra una atmósfera sosegada en la que se respira la calma de sus calles casi sin tráfico, silenciosas. Pero de tanto en tanto un disparo sordo les devuelve a la realidad salvaje que los rodea. De nuevo se hace presente la amenaza que viene de las brumas de las colinas, más allá de los últimos barrios. Después, si el ataque no ha continuado, la escena recobra la normalidad y cada cuál sigue su camino entre las tiendas con escaparates vacíos.


La capital bosnia fue un próspero enclave comercial, uno de los más pujantes de Yugoslavia. Hoy, la paralización de la industria y la escasa circulación de vehículos ha hecho desaparecer la polución atmosférica. En el sector oeste, que a duras penas se mantiene en pie, están los magníficos recintos construidos con motivo de los XIV Juegos Olímpicos, en invierno de 1984. Entre ellos, la propia Villa olímpica, modélica en su días. Y diversas instalaciones para nobles enfrentamientos deportivos, todas hoy destruidas. El estadio Kosovo, el Centro Cultural y Deportivo Skenderija, que tanto orgullo provocaba a los ciudadanos. A lo lejos, en las mortíferas laderas del monte Igman, se encuentran los trampolines para el salto de 70 y 50 metros, y las pistas por donde ya no descienden los esquiadores.

“Pazi snajper”. Los carteles advierten del peligro en las calles donde las acciones de los francotiradores son más frecuentes, lo que no siempre disuade a los peatones. Con los disparos, surge en la gente alguna inquietud momentánea, alguna carrera. Después la calle retoma su pulso. Aunque para el visitante es imposible no moverse siempre con esa sensación de que se está en el punto de mira de alguno de esos desalmados agazapados en los edificios al otro lado de la avenida.

Hay determinadas calles y ciertos cruces y pasos que conviene eludir. “Tienes que vivir sin pensar en ello, si no nunca puedes estar tranquilo. Es mejor no pensar” —dice Melina, una maestra de treinta años quien, como muchos habitantes, resiste conteniendo su rabia, soportando con enorme coraje vivir en estas circunstancias. “Este año, tras un periodo de calma relativa, desde abril, cerraron el aeropuerto, cortaron la luz, pararon todo y reiniciaron los bombardeos. La situación ha vuelto al principio, al infierno de siempre” (...)


Sarajevo, con la Biblioteca Nacional a orillas del río Miljacka