domingo, 16 de julio de 1995

La ciudad de la tristeza

(Publicado en DIARIO16)

Un año después de la tragedia, más de medio millón de ruandeses permanecen hacinados en los campos de Ngara, en Tanzania. 

 

Benaco, Lukule, Kumasi y Musuhura son los nombres de los cuatro grandes campamentos de refugiados que se extienden a lo largo de las sabanas del noroeste de Tanzania, apenas a unos kilómetros de distancia de las fronteras de Ruanda y Burundi. A ellos se ha unido más recientemente el campo de Kitale, surgido a raíz de las últimas oleadas de burundeses que huyen del terror que se desata, ahora, en las aldeas próximas.

Este paisaje de desolación forma un caos de calles interminables, donde una permanente nube de polvo rojizo envuelve las miles de diminutas cabañas sembradas, a lo largo y ancho de la colina. Largas hileras de hombres, mujeres y niños cargados con troncos, paquetes o bidones de agua, invaden las cunetas, repitiendo una escena que evoca la de su huida, precipitada y angustiosa, de hace apenas unos meses. En las calles de los campos, entre el bullicio, se han montado pequeños mercadillos donde venden puñados de hortalizas, sal, jabones, cigarrillos o botes de alimentos sustraídos a la Cooperación. En unos caminos se organizan corrillos de jugadores cartas. Otros han instalado sus talleres de reparación de bicicletas, alguna que otra peluquería, bares… Incluso hasta un par de hoteles-cobertizo anuncian su hospitalidad con el cartel de Caribu —'bienvenidos', en Suahili—. Más allá, los niños se arremolinan ante los grifos de uno de los puntos de distribución de agua, disputándose a empujones los turnos para llenar un bidón que luego deberán transportar sobre la cabeza hasta sus tiendas. Afuera, lejos del griterío, el cementerio se reconoce por algunos palos entrecruzados que sobresalen de los montículos de tierra recién removida.

En los recintos al aire libre destinados a escuelas, el cántico de los niños resuena apagado por un murmullo que está siempre latente sobre los campos. Los pequeños refugiados apenas sonríen y tienen una mirada de frialdad que no poseen los niños de ningún otro lugar africano. Cargan con demasiado sufrimiento acumulado, viven un presente muy duro y les espera un destino de incertidumbre, a quienes no son sino hijos del odio y del miedo, entre dos pueblos enfrentados irreconciliablemente. Estos niños envejecidos contrastan con una circunstancia particularmente dramática: no hay ancianos en los campos. Todos quedaron atrás durante la huida.

La capacidad del hombre para adaptarse a la más hostil de las existencias es inagotable. Tal vez esto sea lo que más llama la atención a los miembros de las organizaciones internacionales de ayuda que trabajan en el campo. Unas treinta agencias, coordinadas por ACNUR, desarrollan su labor de asistencia médica y nutricional. Distribución alimentaria, acceso al agua y a la leña, y mil diversas tareas más hacen posible la supervivencia para todos estos seres humanos aquí concentrados.

Las sabanas de Ngara, donde hace solo unos meses crecían las acacias y los grupos de babuinos y gacelas, de la noche a la mañana, se convirtieron en la segunda «ciudad» más poblada de Tanzania. Ahora, los centenares de miles de familias hutus que huyeron de las masacres y de sus represalias son ya víctimas del olvido de la comunidad internacional. Dependen por completo de la ayuda humanitaria y los presupuestos de Naciones Unidas y del Programa Mundial de Alimentos están llegando a su fin.

Nadie en esta ciudad improvisada es capaz de entrever una solución a una situación que tiende a agravarse con el tiempo. Pocos confían en un regreso seguro a sus tierras de origen, tan próximas. Entretanto, cada amanecer comienza un día más afrontando el drama de vivir despojados de todo, bajo el implacable sol ecuatorial.