Me había perdido otra vez, pero calculando mi posición sobre el mapa debía estar ya cerca de la frontera de Bolivia con Chile. Iba a buen ritmo. Rodaba bien, pero tenía el tiempo medido para alcanzar el poblado indígena de Parinacota. Allí podría descansar de una dura jornada más. Daba igual volver a dormir en el suelo, cenar cualquier resto que ofrecieran aquellos inescrutables aymarás. Pero ansiaba ya quitarme botas y casco, y disponerme al sueño de la noche andina.
Paré a contemplar el paisaje, solo un instante. La inmensidad de la altiplanicie: el filo montañoso, del cual emergían varios volcanes cónicos. El nevado Sajama, sobresaliendo con sus imponentes 6.542 msnm, es la orientación principal. Ante toda esta grandeza, recordaba ahora nítidamente las enseñanzas que había impartido un anciano aymará, en una aldea boliviana dejada atrás: “Warawara es el dios de las estrellas y el guía de los caminantes. Y Wairathata, el Padre Viento, más poderoso incluso que Inti, el dios sol—.
Y notaba que, cada vez más, las deidades andinas habían decidido acudir a la cita con este intruso motorizado. Lanzado como insignificante nube de polvo por los senderos del altiplano, sentí la impresión de estar profanando un espacio sagrado: el territorio reservado a unos dioses que ahora, cruzando la frontera del alajpacha (el cielo) y el akapacha (el mundo terrenal), parecían estar observando mi avance sigilosamente. Recordé entonces que había sido tan guevón de hacer caso omiso al rito obligado que deben observar todos los viajeros que se adentran en estas pampas. En los márgenes de los senderos, los caminantes van acumulando montículos o templetes de piedras —llamados apachetas—, en singular ofrenda personal al más cercano achachila. En mi caso, después de kilómetros de senderos altiplánicos, desde luego, había sido un descuido no añadir siquiera un guijarro en cualquiera de uno de aquellos túmulos que aparecían a la orilla de la ruta. Una irreverencia, tal vez.
Atardecía. Ahora ya debía acelerar un poco. Poner más ritmo si no quería afrontar el anochecer en ruta. A alta velocidad, arriesgando como no debe hacerse nunca (y más viajando en solitario), aparecieron súbitamente unas rocas puntiagudas desdibujando el sendero. Conseguí sortearlas, a punto de saltar en el aire. Temí por un segundo caer violentamente contra la tierra. No hubiera sido ni la primera ni la última, pero por fortuna, el dominio en el manejo, adquirido a lo largo de tantos kilómetros de viaje, evitó la caída y todo quedó en un buen susto. No obstante, algo se había trastocado en la máquina. Metros más adelante tuve que detenerme en seco y bajé de la moto. Bastó una ojeada para darme cuenta de que se complicaba el paseo celestial: amortiguador trasero desencajado y eje partido. Una desgraciada avería sin solución en estos terrenos accidentados y, sobre todo, tan apartados de cualquier punto habitado. La circunstancia suponía un serio inconveniente, porque no lograría darle arreglo con las herramientas que portaba encima. Aunque la moto conseguía seguir rodando penosamente, precisaba un taller con soldadura y algunas piezas para proceder a su desmonte y reparación.
El ritmo de la marcha, a partir de ese momento, se ralentizaría peligrosamente. En Perú había cometido la estupidez de despojarme del saco de dormir, por roto y maloliente tras años de uso. Y afrontar las noches aquellas sin protección, resultaba temerario. Nunca hay que confiarse demasiado con los cálculos. Toca estar siempre preparado para pernoctar donde te sobrevenga y en las condiciones que sean. Y ahora, pendejo de mí, no lo estaba en absoluto. Conocía que toda la región norte de Chile está provista de una sucesión de pequeños refugios, que mantenía la Corporación Nacional Forestal (CONAF). Pero ese era otro grave exceso de confianza: hasta alcanzar una de esas guaridas, podían pasar horas para un motero cojeante como yo. Las soluciones estaban lejos todavía, y yo ahora no podía superar los 20 o 30 km/h de velocidad. La noche se echaba encima y el frío no es bueno para las tortugas viajeras. Mi ritmo era desesperante. “Ese amortiguador puede partirse en cualquier momento y aquí me quedo —pensé angustiado—, tengo que buscar en el mapa la población más próxima para resolver este marronazo…”.
Eso significaba abandonar todo el plan de ruta y cambiar el rumbo hacia la localidad más cercana que, en realidad, se encontraba a muchos kilómetros de allí: la remota urbe de Arica, ya en el litoral chileno, descendiendo la cordillera. Todavía a cinco o siete horas de ruta incierta, o quién sabe si más. No había otra alternativa que intentarlo. Suspendía pues, el tan calculado itinerario de los chipayas, del Salar de Uyuni, de las lagunas coloreadas, para improvisar uno nuevo por pistas insospechadas. Y con el riesgo de que la amortiguación reventara definitivamente en cualquier bache y la moto quedara varada allí mismo.
El viento —el Padre Wairathata—, se hace presente por todas partes. Comienza a soplar y a silbar con más fuerza, levantando remolinos de arena. El resplandor de las laderas del volcán Parinacota (6.330 metros) se va haciendo más intenso. Atardece deprisa. Por estos caminos a 4.500 metros de altura, es obligado encontrar algún resguardo para evitar pasar la noche helada a la intemperie. Vuelvo a detenerme un instante para arroparme, esta vez con todas las camisetas, calcetines y más prendas disponibles en el equipaje. Unas sobre otras, mientras voy exhalando vahídos que empañan las gafas. Estoy acojonao.
“Debo tranquilizarme y seguir conduciendo con suma precaución —digo para mí reanudando la marcha—, a buen seguro que ahí abajo, en Chile, tienen algo parecido al ron”. Me infundí ánimos para aguantar el frío y continuar rodando por estos caminos, que ahora comenzaban a elevarse por las primeras estribaciones de la cordillera occidental. Cada cierto tiempo detengo nuevamente la marcha, para estudiar los mapas y la brújula, una vez más. Entonces aprovecho para desempañar las gafas y calentar las manos y los guantes acercándolos al motor. Debo confesar que la inminencia de la noche, perdido como estoy en la inmensidad de los Andes, me tiene hondamente preocupado, porque sabía bien que nunca sobreviviría a una noche a la intemperie. La perspectiva de terminar congelado en las montañas se cernía sobre mí, como una posibilidad cada vez más próxima.
La noche era gélida. Envuelto en la oscuridad, como un solitario haz de luz rodando entre unas tinieblas que parecían llevarme kilómetro a kilómetro hacia el infierno, ¿estaba sufriendo acaso el castigo de los dioses andinos?, ¿habría realmente ofendido a las deidades montañosas con mi avance motorizado? El aire era hielo y los labios se cuarteaban, mientras continuaba adelante con el alma en vilo y la desesperación ante un sendero interminable. No le quitaba ojo a la brújula.
Finalmente, por suerte, a medianoche y cuando el frío se hacía más insoportable y los dedos apenas obedecían a los mandos, alcanzó a verse a lo lejos una luz diminuta. Este signo de esperanza levantó mi moral y cuando, minutos más tarde, volvió a aparecer, no pude contener un trino de felicidad. A gritos, entre el rugido del motor, festejaba la salvación. Aquellas luces guiaban hasta el pequeño cuartel fronterizo de los carabineros chilenos. ¡Los “pacos” me habían salvado la vida!
Algo más tarde me descongelaba a base de mates de coca y tragos de pisco, junto a la chimenea del cuartel del Parque Nacional Lauca, a 4.400 m de altura y ya en territorio de Chile. Había conseguido librarme de una noche heladora que, de otra manera, hubiera resultado mortal.
—¡Estáis loco, español! — El carabinero alumbró el pasaporte y luego mi rostro, para ver si coincidía con la foto. Tuve que quitarme el casco integral y en ese momento tomé conciencia del frío que hacía. ¡Loco de remate, pó¡— repitió alcanzándome la bombilla del mate con una sonrisa— Menúo susto nos habéis dao, conchatumadre—.
Había porotos de lata para la cena. Plato único pero abundante. Me hicieron un hueco a su mesa. La conversación giró en torno a la “locura” de haberme extraviado por aquellos territorios tan desolados. Contaban historias de contrabandistas a los que sorprendió la noche. Entre trago y trago de pijco, anécdotas truculentas de aquellos hombres acostumbrados a perseguir los escasos movimientos en la región de frontera. Al fin y al cabo, mi aparición había constituido una novedad en sus horas interminables de rutina. No es normal que un gringo motorizado surja así, de repente, irrumpiendo en la noche.
Al día siguiente nos despedimos incluso con algunos abrazos. Había surgido buena sintonía con aquel simpático grupo de carabineros. Aunque no conseguí que ninguno revelara la razón personal de su destino en aquellas solitarias y gélidas montañas. ¿Se debía a un castigo o, por el contrario, sumaba puntos en su carrera policial? Pese a la conversación hasta la madrugada, no me quisieron contar.
Con el nuevo día, ya repuesto y reconfortado, inicié el descenso de la gran cordillera, desde las alturas del altiplano, a las costas cálidas del Pacífico. Atravesaba ahora el paisaje lunar del desierto costero chileno, donde a buen seguro aguardaban ya los dioses de las pampas y los salares. Tal vez serían más condescendientes conmigo, y con los futuros viajes que estaban por venir. Por ello mismo, no debía desconsiderar amontonar algunas piedras a la orilla del camino. Siquiera de vez en cuando.
Los carabineros me habían animado para el descenso a la población de Arica, todavía distante. Solo ahí lograría enmendar mis fallas mecánicas. Sin tregua y con mucha cautela, descender lentamente. Allí abajo aguardaba un agradable vergel en medio de la aridez de la Pampa Colorada. En el horizonte, ya el azul del océano Pacífico. Grandes acantilados y magníficas playas soleadas. Nunca llovía, el clima era excepcional. Aquí la moto va a poder recibir, por fin, la oportuna atención de un taller. “Buscá a un tal Raúl Lombardi” —escribió uno de los pacos en la libreta, al consultarle— “Es un agricultor intrépido que produce en el desierto los mejores tomates. Dueño de una factoría, con certeza tiene el taller más completo de la ciudad”. En efecto, horas después pude comprobar también que Lombardi producía las más gordas aceitunas que había visto nunca. Ya estaba en Arica. Raúl y yo enseguida trabamos buena conversación, tras la cual se ofreció a alojarme en su hogar, con su familia, mientras sus técnicos acababan de soldar y engrasar mi máquina. Fue el principio de una amistad que ha durado hasta hoy. A lo largo de estas correrías mundanas, nunca olvidas a la gente noble que te presta apoyo desinteresadamente. Además, debe ser verdad que los dioses estaban con el viajero, porque en aquella plácida ciudad costera conocí también a Claudia, la mujer más hermosa de Chile. Me enamoré perdidamente a lo largo de esa primera estancia en Arica, seguramente gracias a Warawara, dios de las estrellas y guía de los caminantes. La deidad o ella, nunca lo sabré, fueron responsables de que recorriéramos la región juntos, y después volviera varias veces a Chile, hasta quedarme a vivir allí una buena temporada. Me atrapó Claudia, Arica y Chile entero. “Por la razón o la fuerza”, como dice el escudo del país.
Con Raúl, su esposa Cecilia, y “la” Claudia, iremos todas las mañanas a desayunar al mercado del puerto. Muchas de las deliciosas variedades de mariscos (piures, cholgas, locos, choritos) son nuevas para mí, pero me aficiono enseguida a ir probando de todas las bandejas. Aquí están los ingredientes para la plena recuperación física que necesitaba a estas alturas de viaje. Y el revulsivo fue la “copa Martínez”, preparada con el caldo de todas esas ricuras marinas, más un huevo y abundantes chorros de limón. ¡90 octanos diarios para mi sangre!
Llegó finalmente el día de partir. Me costó. Al subirme nuevamente a la máquina, sentía que extirpaban algo de mi corazón. La dura vida del viajero en su eterno ir y venir… Pero tenía que marchar, a riesgo de perder el barco en Buenos Aires. Un largo camino solitario esperaba todavía: debía atravesar el norte de Chile y buena parte de Argentina. La motocicleta estaba reparada y dispuesta para reemprender vuelo. Quedaban aguardando muchas apachetas por amontonar en las cunetas, pero mi estancia en Arica tocaba a su fin. Aquella soleada ciudad, a orillas del Pacífico, me había cautivado. Tanto, que volví en nuevas ocasiones, pasado el tiempo. Siempre con la Claudia y los Lombardi. Y mi reconstituyente fiel, la “copa Martínez”. Pero esa ya es otra historia.