Al paso por las ruinas de Volubilis |
Nos empeñamos en pasar la Nochevieja en alguna población sureña de Marruecos, donde las costumbres islámicas nos mantendrían al margen de bullicios o celebraciones navideñas convencionales. Nada de Villancicos, ni campanadas en la Puerta del Sol. Estábamos lejos de Madrid y nos sentíamos atraídos por ese ambiente apacible que reina en tierras morunas, con el sol brillante incluso en invierno y las noches para disfrutar de cielos de millones de estrellas. Por casualidad, para el día final del año fuimos a caer a un lugar llamado Agz, a la entrada del gran palmeral que crece por el cauce del río Draa. Pueblo de riquísimos dátiles que saben como caramelos de miel y crecen en abundancia a lo largo de un oasis que no tiene fin. Con las últimas luces del día desaparecía cualquier ambiente callejero dando paso al canto de los grillos y la mayoría de los pobladores se recogían en sus casas hasta el día siguiente, sin esperar mayor novedad.
Dimos con un hostal de gran patio para caravanas que se encontraba completamente vacío. No había turistas en el lugar y, por tanto, seríamos los únicos huéspedes durante aquella noche. Tras negociar un buen precio, el dueño ofreció organizar una pequeña fiesta con el concurso del grupo de música tradicional de la localidad. El plan perfecto para despedir el año en buena sintonía.
Éramos ocho amigos que nos conocíamos de Madrid desde hacía años, animados ahora en marchar juntos, repartidos en tres vehículos, para pasar esos días libres recorriendo los pueblos del sur del Magreb. Agz, un pueblo sosegado y modesto —como su nombre—, apareció en la ruta al quinto día de atravesar el Estrecho de Gibraltar. En el cruce por Ceuta habíamos hecho buen acopio de güisqui, que más al sur sería imposible encontrar. No habrían de faltar unos buenos tragos en fechas tan señaladas. Estábamos en el sur de Marruecos, muy lejos de casa. Trabajo y problemas del día a día habían quedado atrás. Eran las seis de la tarde y horneaban ya los tayines de la cena en el hostal, pero dio tiempo a un rato de descanso en nuestras habitaciones.
Quedamos en encontrarnos a las ocho para yantar, coincidiendo con los primeros sones del grupo musical: se trataba de música Chaâbi, folclore originario de Argelia que antaño sonaba en los mercados, pero imperaba ya en cualquier celebración. Un grupo formado por siete intérpretes y los instrumentos regionales: mandolina, banjo, derbake (tamborcillo), ney (flauta), tar (laúd), viola y qanun (parecido a la cítara). Resultaron ser unos virtuosos, bien capaces de animar la noche. Desde el principio nos gustaron mucho los rasgos de flamenco que emanaba de aquel conjunto, envolviendo el salón en un ambiente árabe, bereber y andalusí.
Tomamos asiento en el suelo alfombrado y entre cojines, e instalaron unas mesitas bajas en donde colocaron varios cuencos de humus y cestas de esos panes deliciosos que preparan los hornos de aquí y que las más de las veces hacen la función de los cubiertos. Al poco rato desfiló la selección de manjares que no dejó a nadie inapetente: abrieron el banquete las bandejas de bissara (puré de habas), pastilla de pichón y un delicioso zaaluk de berenjenas, para dar paso al plato estrella: el mejor tajín de cuscús que he probado en mi vida, con cordero, dátiles, verduras, almendras y garbanzos, condimentado con jengibre, laurel, mantequilla rancia, pimentón y comino. Tres camareros, dignamente trajeados con chaquetillas y fes, fueron trayendo las fuentes y recipientes, además de zumo de naranjas, leche de almendras y té con mucha hierbabuena. Al final llegaron los postres en un delirio colectivo al que se sumó el propio dueño del hostal, que apareció con una enorme bandeja surtida de dulces variados. Estábamos todos extasiados. Y si algo faltaba, ya se ocuparon Raúl, Carmen y Ávaro de traer e ir pasando —con cierta discreción—, las botellas del güisqui para la ocasión.
Además, según esas ricuras eran servidas, la música parecía incrementar de ritmo y volumen, impulsando más y más hacia el frenesí en forma de baile. Al final de la cena el festejo estaba ya en el apogeo. En la intimidad y con aquel grupo musical fastuoso que no paraba de tocar, se iba llenando de fantasía el ambiente.
En un momento dado me asomé a la calle, a tomar un soplo de aire. Con el acontecimiento —que rompía la monotonía de Agz, al menos para los avispados que decidieron acercarse a curiosear—, se fue congregando un pequeño grupo de lugareños atraídos por el evento de la noche. Aquella gente se acercó para darme cortésmente la mano y no tuve otra idea que flanquearles la entrada e invitarles a pasar al baile, cosa que algunos de ellos aceptaron de buen grado. Al interior, en aquel salón que destilaba alegría, fueron tomando la alternativa Miriam, Asía, Bea y, al poco, Almudena y Álvaro. Todos en el centro de la estancia para dar algunos meneos.
A medianoche el salón del hostal hervía de euforia. Corría el güisqui bajo las mesas y sonaba la música con intensidad. Esa mandolina y ese laúd, el banjo, la flauta), la viola… a ello se unían las voces a coro de los lugareños presentes. Todos felices y confraternizados. Entre nosotros cada cuál bailaba como la inspiración le movía, algunos agarrados a su pareja, otros individualmente para abrazarse con el que se le cruzaba. Poco a poco los paisanos iban decidiendo a sumarse libres al movimiento y entre ellos destacaba sobremanera Solimán, al principio tímidamente pero que no tardó en animarse sin rubor. Mientras, los parroquianos (cuatro o cinco) se movían con monotonía, prácticamente hieráticos, pero nuestro mozo no paraba. Bailó con todos y todas, pero a medida que se fue desinhibiendo tomó preferencia por los hombres, y con alguno en particular. En un momento dado, Raúl dejo los arrumacos a su novia y se lanzó a la pista decido a “torear” con el muchacho marroquí, cada vez más lanzado. Esa salida a la plaza contó con el acompañamiento de todos nosotros, formando un corillo alrededor de la pareja de danzantes, cada vez más indiscretos.
El chaval, cuya inspiración iba creciendo y creciendo, era bastante bajo de estatura, de complexión achaparrada pero fuerte. Pelo al uno, mirada torva, ojos saltones algo bizqueantes. Lucía un traje brillante y ajustado que mostraba marcadamente sus pectorales y su trasero respingón y, en particular, llamaba la atención el prominente paquete que más bien parecía un relleno de quién sabe qué. Se contorneaba con agilidad, moviendo las caderas con unos rítmicos vaivenes —adelante-atrás, atrás-alante—, cada vez más insinuantes. Raúl le seguía el juego, con cara de estar pasando un momento glorioso. Y así fue transcurriendo la fiesta, todos animados, algunos desbocados. A cada poco había un alto en los movimientos para coger nuevas fuerzas y, al tiempo, para recargar los vasos de güisqui. El amigo Solimán también, por supuesto. Bebía a tragos y no acababa un vaso que Raúl se ocupaba de rellenárselo hasta desbordarlo. Así dos o tres veces. Pensé que aquella sobredosis en tan poco tiempo acabaría mal. Pero no tanto. Recuerdo ver al morito contornearse desfogadamente entorno a un Raúl ya con cara de preocupación. La vaina estaba caliente. Y la siguiente imagen que tengo de ello es la del joven magrebí derrotado sobre uno de los sofás, despatarrado y profundamente dormido. Así había terminado la “batalla de los danzarines”, con mi amigo exultante y abrazado a su novia como si fuera el triunfador de un combate de luchadores.
Aquí termina el relato de una bonita noche festiva donde cundió la alegría. Una buena manera de pasar el fin de año felices, en fraternidad y con nuestro nuevo amigo, el efebo Solimán, que acabó completamente fuera de combate. Amaneció un nuevo día y nuestro viaje continuó por Marruecos y sus paisajes de ensueño y palmeras.
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10 de abril de 2022. Este texto quiere recordar a nuestros
entrañables Almudena (cuyo segundo aniversario de ausencia se cumple en un mes)
y Álvaro (se acaban de cumplir los veintiún años), y para darle una palmada de
ánimo a Raulito y Hernán, ahora en horas tristes.