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Foto: Álvaro Hernández |
Koatinemo, orillas del río Xingú. Estado de Pará, Brasil.
Las madres asurini ya no dan a luz y esta determinación de interrumpir los embarazos puede suponer el fin de una tribu. Los indígenas parecen haber claudicado, anteponiéndose al destino fatal que se avecina. Han interrumpido su ciclo de procreación y sus mujeres no traen apenas niños al mundo. El conjunto de la población actual casi no rebasa el medio centenar de individuos, localizados en el asentamiento de Koatinemo, dos días río arriba de Altamira, en el estado de Pará. Esta región de la Amazonía oriental es una de las áreas de mayor concentración de grupos indígenas del país.
Nunca habíamos conocido algo similar. Fue mi compañero, el fotógrafo Álvaro Hernández, quien recopiló las primeras referencias a nuestra llegada a Brasil. Posteriormente, en el trascurso de la entrevista que mantuvimos con Antonino Neto, delegado de la FUNAI[1] para la zona, nos habló muy preocupado sobre este asunto. Neto nos ofreció la posibilidad excepcional de conocer de cerca la realidad asurini, interesado en buscar repercusión y apoyo para su programa. Sin embargo, al cabo de seis días en el asentamiento de Koatinemo, apenas conseguimos arrojar algo de luz sobre el fenómeno.
Nos desplazamos desde Altamira muy temprano. Utilizamos para ello una voladora de hélice larga, la embarcación de trasporte fluvial que se emplea para traslados e itinerarios ligeros por toda Suramérica. Sobre ella sorteamos con agilidad los innumerables rápidos que irían apareciendo, a medida que nos adentrábamos en la maraña selvática.
De amanecida, fuimos testigos de uno de los encontros das aguas que se repite a lo largo del recorrido: las aguas turbias del Xingú, uno de los grandes afluentes de este laberinto de ríos y masas arbóreas, bajan con fuerza buscando el avenimiento con las aguas oscuras del gran Amazonas. Juntas, fluyen sin mezclarse durante kilómetros, lanzadas ya, como un mar en movimiento, a su desembocadura en el océano. Al final de la jornada, atardeciendo, surgió un concierto de millones de insectos procedente de la muralla vegetal que se levantaba a cada orilla. Cánticos ensordecedores de miles de especies que se prolongarían toda la noche. Con las primeras luces del día, el estruendo dio paso a los trinos de una gran variedad de aves.
A mediodía, el giro brusco de la voladora nos acercó hasta un claro en la margen derecha de uno de los ramales del río. De pronto apareció, sumido en el silencio, el conjunto de chozas que constituía el poblado de los asurini. Más allá de unas canoas varadas, dos mujeres desnudas, aparentemente indiferentes a nuestra llegada, raspaban las escamas de unos pescados. Nuestro piloto se aproximó dirigiéndoles algunas palabras en su lengua con un tono familiar. Entonces, las indígenas, sin abandonar su labor, respondieron indicando con un movimiento de la cabeza hacia el sendero que subía hasta las primeras cabañas.
Al llegar al poblado tampoco se alteró la tranquilidad reinante. La persona más cercana era una anciana sonriente que se agachó para limpiar la tosca cocina exterior de su vivienda. Entre la confusión de cacharros —algunos ya de aluminio—, daba saltos un pequeño macaco y dormitaba un perro escuálido. La choza era un entramado de ramas secas del mismo material que su tejado inclinado, y del interior surgía una humareda blanca. La mujer, apenas cubierta por unos collares de cuentas, seguía sonriendo mientras mi compañero intentaba establecer un diálogo imposible de gestos y palabras, en portugués. Solo conseguíamos provocarle carcajadas. Al acercarme a la entrada de la vivienda, advertí entre la penumbra, a una mujer joven tumbada sobre una hamaca trenzada, de sus pechos voluminosos mamaban dos pequeños con avidez.
Ahí creí haber encontrado a los últimos representantes de una tribu que camina hacia la extinción. Sin embargo, más adelante supimos que aquella madre que alimentaba a sus retoños, era una mujer originaria de la tribu vecina: los arawaté. La mujer se había emparentado tiempo atrás con uno de los hombres de la aldea asurini.
En realidad, al único niño asurini que tuvimos oportunidad de conocer, no lo encontraríamos hasta dos días más tarde. Apareció una mañana, mientras nos bañábamos en el río. El calor tórrido de la selva invitaba a nadar en las aguas turbulentas del Xingú, aunque era inevitable hacerlo con miedo a las serpientes, las pirañas o los insectos. De repente, como un estallido, me sobresaltó un cuerpo que caía al agua a dos metros de donde yo estaba. Al instante, Takuni asomó la cabeza dejando escapar una sonrisa malévola, para sumergirse nuevamente. Era el saludo del pequeño asurini, un niño robusto de casi cinco años. Uno de los escasos representantes de un pueblo a punto de desaparecer. Y, sin embargo, ahí estaba, pletórico, corriendo por la orilla y zambulléndose en el río, una y otra vez. Se mostraba alegre con nosotros. Inocente, fuerte. Dispuesto a compartir juegos en el agua.
La vida de los asurini transcurre, en gran medida, junto a la orilla del Xingú. Su actividad se fundamenta en la pesca, la caza, y el cultivo de mijo, además de nuevas plantas introducidas recientemente. También crean una cerámica decorada con trazos negros, de bella factura y a la que dan múltiples usos domésticos. En las noches de luna llena se congregan en grupos y tiznan sus cuerpos. Entonan cantos lánguidos como lamentos y danzan frente a una pequeña estructura de troncos a modo de altar. Mientras, los ancianos van fumando unas brevas de hierba de sabor fuerte y levemente alucinógenas.
Tradicionalmente moradores de los interiores selváticos, este pueblo pacífico, de vida armoniosa con el medio, habita hoy un núcleo ribereño de la reserva de Koatinemo. Los asurini son víctimas, desde hace pocos decenios, de esta insólita crisis poblacional, la ausencia de niños entre las gentes del poblado nos revela esa extraña determinación colectiva. ¿Estamos ante una sorprendente reacción para enfrentar el futuro traumático al que se están viendo abocados los pueblos indígenas de la Amazonía?
El enigma no tiene una explicación clara. El propio delegado de la FUNAI, Antonino Neto, nos había asegurado antes de partir, que era inaceptable considerar que un pueblo pudiera autodestruirse. Pero ahora, aquí, en Koatinemo, somos testigos directos del acontecer cotidiano en la sosegada aldea, y podemos comprobar la casi total ausencia de población infantil.
Un siglo de acoso
Habría que remontarse a los tiempos de la fiebre del caucho, a principios del siglo xx, cuando los siringueiros, recorriendo los ríos de la gran cuenca en busca del látex de los árboles del caucho, sembraron las primeras enfermedades. Más tarde serían los conflictos continuos con las tribus xikrín y arawaté, que les robaban las criaturas, obligándoles a huir. Luego aparecerían los madereros, y poco después los garimpeiros, portadores del virus de la tuberculosis y otras dolencias frente a las cuales los silvícolas no tenían defensa.
En tiempos recientes, su territorio (antes de la delimitación de la reserva de Koatinemo) ha sido invadido por otros grupos indígenas, a su vez desplazados de sus áreas tradicionales, principalmente los arawatés, pero también los kayapó y los parakánas: una consecuencia directa de la apertura de la carretera transamazónica y de la llegada de los colonos blancos.
Los asurini fueron contactados por primera vez por una unidad de captación de la FUNAI. Fue en el año 1971, cuando ya había comenzado el proceso de involución demográfica, aunque eran todavía más del doble de individuos que en la actualidad. Cinco años más tarde, la pirámide poblacional muestra un claro estrechamiento en la base, así como un predominio de los miembros de sexo femenino y un notable envejecimiento del conjunto.
Algunos antropólogos sugieren que esta circunstancia está fundamentada en una concepción diferenciada de la maternidad. Según Regina Müller, de la Universidad de Campinas, Sâo Paulo, «la obediencia estricta a reglas tradicionales de engendramiento, motiva esta situación de baja fecundidad de las mujeres de esta tribu. Pero —añade la antropóloga—, estos mecanismos de control de natalidad no significan, como algunos interpretan, un proceso de autoextinción».
Los pocos estudios rigurosos realizados hasta ahora en relación con este sorprendente comportamiento no permiten avanzar demasiado sobre una posible evolución. Entre tanto, la FUNAI ha puesto en marcha el Proyecto de Recuperación de los asurini de Koatinemo, y ahora se pretende conseguir el traslado al centro sanitario de Altamira de cualquiera de los miembros de la tribu que presente síntomas de enfermedad. Ya que no se consigue aumentar su número, se combate al menos su decrecimiento.
Aunque algunas medidas de seguridad alimentaria o de introducción de nuevos cultivos, han intentado restaurar el equilibrio demográfico y mejorar las condiciones de vida en la reserva, no se está logrando el incremento de un índice de natalidad tan bajo. El fin de la tribu puede estar próximo, como si no hubiera lugar para ellos en los nuevos tiempos. Pero si finalmente los propósitos de la FUNAI logran superar esta fase tan crítica del proceso involutivo, a continuación tendrán que afrontar otras situaciones que se avecinan: las consecuencias del violento choque entre sociedades tan antagónicas como la suya y las de los «civilizados» colonos, ávidos de madera, caucho y cualquier explotación que puedan darle a la selva.
Mientras tanto, que sigan las risas y las zambullidas del pequeño Takuni, joven representante de una tribu amazónica al borde de su extinción. ¿El fin de un pueblo que quiere morir?
[1] FUNAI: Fundação Nacional do Indio, organismo oficial brasileño que se ocupa de los asuntos indígenas en el país.
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Foto: Álvaro Hernández |