martes, 21 de julio de 1987

Un obispo en la selva

Foto: Monseñor Alejandro Labaka con la comunidad huaorami

 

Provincia de Orellana, Ecuador

 

Los indios huaorani mataron a monseñor Alejandro Labaka clavándole 17 lanzas de dos metros cada una. A la monja que lo acompañaba, la colombiana sor Inés Arango, también acabaron lanceándola hasta morir.

Un año antes, habíamos compartido unas intensas jornadas en compañía de los misioneros capuchinos, que tienen en las selvas del río Napo su ámbito de operaciones. Habían establecidos una serie de pequeños campamentos a lo largo del curso medio del caudaloso río, en lo que actualmente es el Parque Nacional Yasuní. Tuvimos la oportunidad de recorrer su caudal en las pequeñas pangas en las que se movilizaban. El río nace con fuerza en las montañas andinas y es uno de los grandes afluentes del Amazonas. Permanecimos cuatro días con los capuchinos, conociendo de cerca su labor con la población. Se habían establecido en la región que albergaba la morada selvática de los huaorani, tribu indómita, parte de cuyos grupos permanecían ocultos en la floresta. Alejados, aislados de la “civilización”. Alejandro Labaka nos fue contando, noche tras noche, cómo aquellos silvícolas querían vivir rehuyendo el contacto. Su equipo, de apenas tres misioneros, dedicaba todo el tiempo que podía a recorrer los afluentes del gran río, estableciendo lazos con las familias ribereñas y paliando en los posible su aguda realidad marginal.

—La gente de la región quiere vivir en paz— nos contaban los capuchinos—. Trabajan a diario en sus chacras o pescando en el río sábalos, tucunarés y surubims—.

Toda esta existencia tranquila se quebró con el descubrimiento del petróleo en el subsuelo. De inmediato, llegaron las grandes empresas explotadoras. Texaco se hizo con la concesión de esta zona, donde había detectado una enorme bolsa de oro negro, intacta y dispuesta a ser absorbida con avidez durante años. La llegada de los ingenieros trajo los primeros problemas: utilizaban un método de sondeo basado en descargas de dinamita, que retumbaban en kilómetros a la redonda, espantando toda posibilidad de caza para los huaorani. Eso provocó la rebelión de los indígenas, quienes trasmitieron la voluntad de que nadie usurpara su tierra y la sometiera a aquellas pruebas brutales.

Los capuchinos, que hacía tiempo que venían acercándose a los huaorani, poco a poco, con paciencia y comprensión, encontraron en aquel delicado escenario una motivación para mediar y defender los derechos de los indios ante el atropello de las petroleras. Probablemente nadie podía hacerse cargo mejor de ese compromiso. Desde el respeto. Sus aproximaciones a algunos grupos huaorani existían desde hacía tiempo y cada vez estrechaban más los contactos. No obstante, existía una comunidad en la profundidad de la selva, que permanecía al margen. Sin contacto alguno, ajenos en su mundo remoto.

Pero las multinacionales presionaban cada vez más, al ritmo que otros sondeos iban descubriendo nuevos yacimientos. Se empezaron a levantar altas torres de perforación y a construir un oleoducto. Al mismo tiempo, comenzaron a surgir incidentes. De tanto en tanto, el grupo lejano de indígenas hacía esporádicas apariciones y atacaba con sus flechas a los operarios.

—Esos indios… —decían los petroleros— Apenas es un grupo muy pequeño, ya tienen demasiada selva para ellos solos. No pueden oponerse al progreso de toda la nación. Que se marchen río abajo y nos dejen operar tranquilos.

Monseñor Labaka, había sido nombrado obispo de Aguarico, la provincia más oriental y despoblada de Ecuador. Esa decisión de la Alta jerarquía no había sido de su agrado. Alejandro prefería su callada labor pastoral con los pies en la tierra. En contacto directo deberían permanecer por unas largas horas pasillos de la Vicaría apostólica. Nadie como él conocía mejor a aquellos pueblos, después de 10 años de trabajos de acercamiento.

Justo en aquel entonces empezaron a producirse nuevas aproximaciones con el grupo menos accesible. Finalmente, el 21 de julio de 1987, monseñor Alejandro y la hermana Inés, fueron llevados en helicóptero a una apartada región de la jungla. Partían con el firme propósito de alcanzar el núcleo aislado huaorani y tratar de establecer una mediación que debía significar, a la larga, evitar su exterminio. Así pues, sobrevolaron el sector selvático que tenían identificado y fueron descendidos en un claro de la maraña vegetal. Allí, en ese mismo hueco de la selva, deberían ser recogidos un día después. El helicóptero levantó el vuelo sin ellos dos, ni siquiera llegó a posarse plenamente. Los misioneros aguardaron con emoción la aparición del grupo oculto, pero transcurrieron escasos minutos. Poco a poco fueron apareciendo mujeres y niños, que lo primero que hicieron fue despojarles de sus ropas por completo. Dejaron a obispo y monja desnudos de pies a cabeza, tal y como estaban los propios indígenas. Inicialmente fueron tratados con corrección, pero al rato no tardaron en hacer presencia los adultos cazadores. Fuertemente armados con sus lanzas, establecieron una discusión entre sí. Al rato, y sin más contemplaciones, decidieron matarlos. La hermana Inés contempló la cruel muerte de monseñor, que recibió 17 lanzas causantes de hasta 80 heridas. A ella le produjeron otras 70 heridas en su frágil cuerpo. Desangrados, quedaron allí tendidos tras el ritual de muerte. Al día siguiente, cuando el helicóptero acudió a buscarlos, desde la aeronave descubrieron los cadáveres lanceados de los religiosos.

Nunca sabremos las verdaderas razones que llevaron a la trágica muerte del obispo vasco, en manos de aquellos indígenas a los que había entregado su vida. Nadie ha sido capaz de explicar lo acontecido en esas horas. Premonitoriamente, años antes, Alejandro Labaka había escrito en uno de sus libros: “hoy, los que trabajen por las minorías deben tener vocación de mártires (Crónica huaorani, pág. 198)”.