Isla de Corisco, Guinea Ecuatorial.
Es mediodía y la luz que inunda la atmósfera ciega la vista al reflejarse en la arena más blanca que jamás pisé. Voy tras los pasos del explorador Iradier. Han pasado más de un siglo desde sus incursiones por el estuario del Río Muni y, sin embargo, el tiempo parece detenerse en las bocas frondosas de estas selvas del corazón del África ecuatorial.
Corisco es un penacho de esa selva concentrada en un islote rodeado de playas desiertas de fina arena. El mejor lugar, sin duda, para reposar y dejar el cuerpo al pairo, respirando hondo, entregado al sueño profundo de la hamaca, a los mangos jugosos, al agua de coco que aplaca la sed y al caminar descalzo por sus playas infinitas. Han sido diez mil kilómetros a lo largo de África, cuatro meses surcando los desiertos, las sabanas, hasta alcanzar la jungla.
En este recodo oculto del golfo de Guinea, me tumbo a recuperarme del cansancio y a digerir tantas vivencias, a lo largo de este fabuloso continente.