Voy a contar una historia limeña. Una historia que transcurre entre el horizonte brumoso del Pacífico y los cerros desparramados de Pueblos Jóvenes. Entre dos inmensos confines: el océano a un lado y el desierto desolado al otro. En medio, se ubica el centro de Lima, anclado en un pasado colonial que lo cubre de polvo.
Iba yo una tarde cualquiera por el Jirón de la Unión, distraído en el bullicio de tiendas y vendedores, sumido en mis pensamientos entre la legión de paseantes. Unos marchaban apurados, perdiendo la buseta, y otros estorbando con su lentitud. Andinos cobrizos, mamitas con pollera y rancios funcionarios encorbatados que parecían cuervos. Pedigüeños, colegiales, malandros, vende-motos, haraganes. Toda la ralea que habita semejante hormiguero humano.
Enfundado en mi zamarra de pana, contando los escasos dólares que me quedaban en el bolsillo, caminaba yo tan ufano. Y en esas estaba, casi sobrevolando ese ajetreo multitudinario de la tarde en hora punta, cuando se me cruzó uno de esos escasos especímenes de belleza limeña, como caída del cielo. Una rara avis de lindeza andina en mi camino, de ojos rasgados como almendras, hoyuelos quijeros y mata de pelo brillante, lacio y negrísimo. Toda una excepción en una ciudad donde no se dejan ver demasiado las mujeres atractivas.
Me miró al pasar. Levantó las cejas clavándome sus pupilas de azabache en mi alma desprevenida. Fue a cierta distancia y durante medio segundo, pero bastó para avivar los instintos dormidos de caminante de la estepa, como un volcán en plena actividad. Después, se esfumó entre la gente, apenas volteando su mirada hacia atrás para quedar absorbida por la multitud como una aparición.
Permaneció dando vueltas en mi cabeza. Soñé, mientras pisaba cabizbajo los adoquines de la plaza de Armas, que aquella doncella reaparecería súbitamente tras el pedestal de la estatua de Pizarro y me catapultaría en volandas desde el tedio —pisco va, pisco viene—, hasta las pedregosas playas adormecidas de Barranco. Ahí abajo, frente al océano.
El cielo plomizo de Lima estaba cubierto esa tarde, pero un rayo de luz se asomó por detrás de los cerros de La Victoria. Apuré una copita de vino iqueño en la barra del Cordano y me zampé uno de esos bocatines de pernil y cebolla morada. Después, me entretuve en subir y bajar las escalinatas de la catedral. Allí, frente a la plaza, me senté un rato a contemplar el revuelo de las palomas al ritmo del cambio de la Guardia de Palacio. Y fue desde ahí que la volví a ver. O mejor, ella me vio a mí. Me pareció que me sonreía desde los soportales, en la esquina de Junín con 26 de julio. Pero al ponerme de pie, ella se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia San Martín. Ni corto ni perezoso, me fui para allá, como un torero arrancando faena. No tardé en situarme a unos pasos de su lento caminar. Y debió presentir el calor de mi proximidad, porque estando a unos pocos metros, giró el cuello y me dedicó la más embaucadora, la más envolvente, la más arrebatadora de las miradas. Me cautivó. Tenía una sonrisa tímida con la que aceptó la invitación a un traguito.
Nos fuimos para Chez Kike, esa lóbrega ratonera semioculta en la Abancay con Simón Rodríguez. A medio camino, la hermosa muchacha pidió que pasáramos a recoger a su prima, apenas dos cuadritas más allá, frente al Instituto de las Trinitarias. Dicho y hecho, al rato caminaba yo tan lozano junto a las dos damitas, que avanzaban cuchicheando entre sí. La prima era más fea que uno de esos macacos que se descuelgan bullangueros por los flamboyanes de los parques de Pucallpa. Era bizca y su boca lucía un espantoso mecano puesto para intentar corregir unos dientes de sable. No obstante, su compañía parecía hacerle sentir más serena a la bella. Al fin y al cabo, faltaría más, yo era todo un gentilhombre.
Entonces pasamos junto al ventanal del refinado Salvatore, uno de esos restaurantes de postín donde te crujen la cartera desde el primer ceviche, y las dos se pararon de frente, con la nariz pegada al escaparate y comentando cosas al oído, con risitas. «Adelante —no tuve más remedio que sugerir cortésmente y sin titubeos—, ¡vamos a tomar aquí mismo unas Paceñas bien heladas, señoritas!» Dentro, el mozo nos reverenció hasta una mesa de mantel con florero.
Lo que viene a continuación ya mejor lo cuento de un tirón y sin más pena ni gloria: se sentaron muy juntas, abordaron la carta. Dudaron apenas unos instantes y, sin mediación alguna por mi parte, acabaron por apuntarle al camarero como quien recoge un premio de lotería:
—Para mí, un apanado de res encebollado y con chicharrón de chancho, bien tostado, y con su buena fuente de papitas. Y una bandeja de yuquita frita también, con salsa de maní, mayonesa y ají —dijo la una, muy firme—. Con Coca-Cola, pues.
—Póngame a mí un adobo de gallina con tocineta en olla, pues. —La otra lo tenía también muy claro—. Pero con una fuente de arroz chaufa con camarones y frijol, y tallarín salteado. Y su choclo, pues. Con Inka-cola.
Y ahí se pusieron, mano a mano, mandíbulas batientes, medio atragantadas y sin soltar palabra ni levantar la mirada. Y pudieron con toda aquella demostración de gastronomía chifa. Daba gloria verlas, si no fuera porque yo andaba más que angustiado por la abultada cuenta que se me avecinaba.
Lo demás pasó deprisa. Deglutieron sus bandejas y platos hasta apurar y rebañar. Y tras ello, ni cortas ni perezosas, se levantaron, me dieron la mano muy solemnes —y me pareció que aguantando la risa— y salieron de allí todavía masticando. Sin darme tiempo siquiera a salir de mi asombro, se marcharon. Me quedé allí sentado como guevón, apurando la media Paceña que todavía espumeaba en la botella. Fuera languidecía la tarde y el bullicio del centro de Lima transcurría tras los ventanales, más mustio y gris que nunca.
