miércoles, 12 de diciembre de 1984

El expreso de Ariporo

Departamento del río Meta, Colombia. 1984

 

Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!

 

La vorágine (final)

JOSÉ EUSTAQUIO RIVERA

 

La inundación nos impedía transitar por los caminos y hacía tres días que navegábamos en el “expreso de Ariporo” surcando el río Meta, afluente del Orinoco, que se abría paso por las marismas extendidas por toda la región. “Navegar” es un decir, porque aquella embarcación se deslizaba apenas con lentitud desesperante y sorteando grandes bancos de arena. En este territorio desolado que permanece cubierto de agua buena parte del año, fue el único medio que encontramos para poder seguir adelante. A la orilla norte se situaban las tierras del Apure, en Venezuela, y al sur, el horizonte silencioso del Vichada colombiano. En medio, grandes islotes de aluvión en los que dormitaban los yacarés y se arrodillaban a beber numerosos grupos de chigüires[1]. Volando bajo, nos pasaban por encima guacharacas, carraos, guacamayas, corocoros, zamuros, turpiales, bandadas de centenares de garzas… un universo ornitológico. El Meta y su parsimonioso fluir por los Llanos Orientales.

La nave, de unos doce metros de eslora, herrumbrosa y mugrienta, empujaba una plataforma repleta de barriles, en donde hallamos un rincón en el que ubicar las motos y montar un precario campamento en el suave discurrir sobre el río. Allí nos guarecimos los cuatro desde un primer momento. De la sala de máquinas salía mucho humo y un ruido ensordecedor que iba atronando las planicies anegadas que atravesábamos. Habíamos hecho un habitáculo con cajas, bidones y tablas bajo el que nos tumbábamos para protegernos del fuerte sol pues, en realidad, no había más espacio para nosotros en aquella desastrada chalana. Viajaban en ella tres hombres envejecidos, mudos como una tumba, y una mujer que cocinaba todos los días sancocho de arroz blando con pescado y arepas. Liderando el grupo estaba “el capitán Bedoya”, de edad indeterminada, pelo blanco y un panzón que amenazaba con reventarle la camiseta grasienta. Todas las mañanas Bedoya lanzaba una lata atada con una cuerda, para recoger agua del rio y meterse un buen trago mañanero. Después resonaba un gargajo en la planicie y comenzaba su batahola indescifrable con la que iba dando instrucciones a la tripulación. El calor era aplastante. Pronto tuvimos que beber también del turbio río, aunque usando un embudo y el algodón del botiquín para filtrar.

 

Las horas transcurrían con monotonía y pesada calma hasta que la anochecida animaba el horizonte con vivas nubes rojas. Luego, la oscuridad obligaba a detener el ritmo y varábamos en alguna orilla para pernoctar con mayor seguridad. Mientras, un hervidero de insectos iba obligando a cubrirse profusamente con las mosquiteras hasta que nos dejábamos caer, como benditos, en el sueño incierto de los Llanos.

 

Amanecía cuándo fui violentamente despertado por el cañón de un fusil kalashnikov apuntándome a la cabeza. Como sacudida por un zafarrancho, la embarcación acababa de ser asaltada por hombres armados hasta las cejas, que se distribuyeron por todas las esquinas. Asustados, la alarma prendió en el rostro de mis compañeros, pero no hubo tiempo de reaccionar. Eran unos ocho o diez y tenían controlado todo el espacio. Para mis adentros pensé: pobres pendejos, apenas dos días en Colombia y ya nos está cayendo la guerrilla encima.

¡Abran todos sus pertrechos! —nos ordenó con firmeza un chaval que apenas pasaría de los dieciocho años. Arremetidos con tan malos modos en nuestra somnolencia, venía a continuación un interrogatorio y las frías respuestas de desconcierto:

Somos españoles, venimos de Caracas y vamos a Buenos Aires en moto, a través de toda América del Sur… —¿Quién estaba más sorprendido por un repentino encuentro así?, ¿los guerrilleros?, ¿la tripulación? Desde luego nosotros cuatro lo estábamos. Bastante nerviosos todos, a excepción de Bedoya, curtido en mil avatares discurridos por años en aquella senda fluvial.

La paz de los Llanos se había quebrado. Guardando la calma que nunca perdía, se aproximó a mediar ante los guerrillos: —Son “gringos de España” —explicó el capitán —Los he recogido en Puerto Carreño y van para Bogotá. Con sus motonetas no pueden atravesar toda esta región inundada, y tienen que transitar por el río. En un par de días los desembarcaré en Orocué—. El que llevaba la voz cantante lucía un brazalete con las iniciales “ELN” en rojo sobre fondo negro. No era de extrañar que hubieran aparecido en escena, pues el frente oriental del Ejército de Liberación Nacional campaba a sus anchas por un territorio inmenso, que iba desde la Serranía del Perijá, en La Guajira, hasta las tierras ganaderas del Guainía. Regiones vastísimas, poco pobladas, salvajes y llanas, pero ricas en petróleo. Su control proporcionaba al ELN un considerable poderío.

Son buena gente —añadió el capitán oportunamente, porque aquella tropa ya andaba hincándole diente a nuestro equipaje.

—¡Al menos entreguen estos sacos de dormir! —Hubo que explicar que nos encontrábamos casi al inicio de un largo viaje. Que íbamos a recorrer toda Suramérica y necesitaríamos el material para lograrlo. Las motos, entre los bidones, lo evidenciaban.

Tuve la misma sensación que casi siempre he tenido en Colombia frente a los grupos armados: chavales muy jóvenes, acostumbrados a llevar una dura vida de privación y aislamiento pero que, al rato, una vez constatada nuestra nula vinculación con el conflicto, mostrarán más simpatía y curiosidad que odio en sus gestos. Bastó la mediación del capitán y algunas palabras aclaratorias, para que nos dejaran en paz. Estoy convencido de que les resultábamos tan extraños como inofensivos.

En un momento del episodio crucé la mirada con un guerrillero jovencísimo que nos escudriñaba, de arriba abajo, desde unos enormes ojos de color azabache. Mantuve esa mirada unos instantes, tensos, en los que tratar de adivinar sus pensamientos. ¿Qué tendrá en la cabeza este adolescente que no ha conocido otra existencia que las largas caminatas o los combates cotidianos?, ¿habrá comido bien hoy?, ¿tendrá familia?, ¿tal vez novia? ¿amigos o solo estos rudos compañeros? Una vida de sobresaltos, de no parar de enfrentar el riesgo cada día. ¿Sabrá que más allá de estas selvas hay otros horizontes y también otro futuro?, ¿O quién sabe si se le está pasando por la cabeza vaciar el cargador entero de su brillante AK sobre estos forasteros venidos de no se sabe dónde?

Pronto llegó la orden. Utilizando una jerga, o más bien un dialecto indígena, el mando del grupo dio apenas tres voces. Los jóvenes combatientes se movieron con sigilo y con una agilidad de micos[2]. Antes de irse, compartimos unos traguitos de ron aprovechando para contarnos algo sorprendente: un cura español, Manuel Pérez Martínez (“el cura Pérez”), era el máximo jefe del Comando Central del grupo insurgente. Casi nada.

Mi comandante vino de Saragosa, creo —dijo uno, resbalando las Eses.

Igual que yo, soy de allí también— mentí como un cosaco, pues en realidad no había ningún maño entre nosotros.

El susto inicial fue rebajándose poco a poco. Los guerrilleros no podían permanecer expuestos cerca de la orilla y andaban ya con prisa por volver a sumergirse en la maraña vegetal. Finalmente levantaron las armas, se ajustaron los correajes y cartucheras, y marcharon en su canoa voladora. Y sin llevarse ni un peso. Los vimos esparcirse por la vorágine[3] y nuestro periplo consiguió continuar. Podíamos haber perdido mucho: las motos, la plata, incluso la vida. El viaje estuvo a punto de haber terminado ahí, pero hubo suerte ese día, estaba el bueno del capitán Bedoya como nuestro ángel de la guarda.

Los Llanos Orientales permanecerían inundados quizá durante un mes, o dos más todavía. Anhelábamos la aparición de la tierra firme del Casanare y desembarcar de aquella nave humeante cargada de contrabando. Solo restaba seguir aguantando un par de días más con el barullo del motor, llevadero gracias a los joropos[4] a todo volumen de la señora cocinera. Con su cántico melodioso, el arroz pastoso y la monotonía del paisaje sabanero, navegábamos la soledad del gran río de los Llanos en el “expreso de Ariporo”, sin más contratiempos. La quietud ya solo se vería alterada por la afluencia de las toninas[5] que nos visitaban y miles de insectos formando una permanente nube alrededor.

Al fin, después de dos días de calor achicharrante, las siluetas de unos montes aparecieron por el Este, mostrando una alargada cordillera que sobresalía entre la manigua: eran los primeros contrafuertes de los Andes asomando en el horizonte. ¡Los Andes soñados! Iban a ser nuestro derrotero durante los próximos meses.

Recorriendo las entrañas de Colombia, todavía recordaría en mi mente los enormes ojos azabache del guerrillero y la crudeza de su vida.



[1] Capibaras, enormes roedores suramericanos.

[2] Monos. Colombia cuenta con cerca de 38 especies diferentes, de las cuales 10 son endémicas.

[3] “La vorágine” (1924), obra del escritor José Eustaquio Rivera que trascurre en las profundidades salvajes de los Llanos.

[4] Música y danza tradicional de los Llanos de Venezuela y Colombia.

[5] Delfines de río de color sonrosado que pueden alcanzar los 200 kg. de peso.