Bitácora de apuntes, recuerdos y relatos breves sobre mil viajes por el mundo - A Junio de 2025 se muestran cronológicamente 281 notas, fotografías o artículos (desde 1966 hasta hoy). La vuelta al mundo en 281 entradas.
jueves, 19 de mayo de 1983
viernes, 13 de mayo de 1983
Quiero donar mi libro preferido
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Centenares de ejemplares se acumulan en el pasillo, en espera de su expurgo y probable envío allende los mares |
Tres amigos paseábamos tranquilamente por la orilla de la larguísima playa senegalesa de Mboro. La luna se reflejaba en las olas del mar de aquel lugar casi desierto. Al fondo se veía el resplandor de una farola difusa. Cuando la alcanzamos, descubrimos a un grupo de cuatro chavales entorno a un libro. Se apretaban unos contra otros, desafiando una nube de mosquitos y tratando de abarcar el haz de luz. El mayor de ellos leía con teatralidad, escenificando cada pasaje, el resto asistía enmudecido al relato. Nos habíamos acercado en silencio a la escena, tratando de unirnos al grupo y sin interrumpir ese momento mágico. Y así, permanecimos durante al menos quince o veinte minutos más. Todos absortos en la lectura de no recuerdo ya qué título. Entonces, repentinamente, la luz de la farola se apagó y nos quedamos en penumbra. Todos regresaron a su casa, pero sin dejar de comentar por el camino los episodios revividos con la imaginación. Los muchachos nos explicaron que, cada vez que caía un nuevo libro en sus manos, corrían a reunirse bajo la farola de la playa. Nosotros tres quedamos conmovidos por aquella vivencia. De vuelta a nuestra pensión, pedimos unas cervezas y, esa noche, decidimos crear Libros para el Mundo, una asociación que tendría como objetivo acercar los libros a la gente sin medios, pero deseosa de lectura.
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El grupo de amigos que fundamos Libros para el Mundo |
Así fue como, desde ese día, empezamos a reunir libros y libros, y más libros, hasta ir agrupándolos en cajas que ocupaban cuartos enteros de mi casa. Libros para el Mundo fue una idea luminosa: un grupo de amigos dedicados a recabar afanosamente buena literatura para enviar a todas las bibliotecas del mundo, cuyos fondos pudieran estar escaseando. Se trataba de que los libros se leyeran miles de veces y resultaran accesibles para todas las personas con inquietud por leer.
La idea cuajó. Pronto pasamos de apilar ejemplares en los cuartos y pasillos del piso de Madrid, a alquilar un almacén en la calle Carretas. También se llenó en cuestión de semanas. La voz se corrió y mucha gente fue sumándose con sus aportaciones. Recuerdo que, al principio, nos iban dejando bolsas llenas de libros en la portería. Para nuestra desesperación, la mayoría eran volúmenes inservibles, desechados por falta de calidad o en mal estado, o por la magnífica oportunidad de deshacerse de la morralla acumulada en casa. En particular, había montones y montones de tomos obsoletos y pintarrajeados.
Viene a mi memoria aquel stand que la Feria del Libro de Sevilla nos cedió el primer año. Acudieron, sobre todo, madres deseosas de desprenderse de pilas de textos escolares cuyas páginas se caían al tocarlas, de tan manoseadas. Los traían con una sonrisa y con la mejor intención, pero después de aquello, decidimos volvernos estrictos. Resolvimos que no aceptaríamos ejemplares en mal estado, ni ningún libro de texto. Nada de política ni religión. Al final, solo nos quedábamos con un veinte por ciento de todo lo que la gente entregaba, pero eso ya era una excelente cosecha para nuestros objetivos.
Tratando de hacer pedagogía, acuñamos un lema: «Dona tu libro preferido». Es decir, no nos des montones de títulos que tú mismo desprecias, sino aporta algo que tú consideres valioso. En eso consiste la solidaridad. Nuestro apoyo a las bibliotecas no se caracterizó nunca por la cantidad, sino por la calidad, por la dignidad que emanaban aquellos envíos. Es preferible un buen título que apreciemos, cuya lectura hayamos disfrutado, que decenas de legajos, textos raídos, o cualquier novela carcomida que no interesa a nadie.
Poco a poco el proyecto fue ganando simpatizantes. Cayó particularmente bien entre el colectivo de bibliotecarios que, de esta manera, unificaban también pequeñas iniciativas que venían desarrollando. La cosa se volvió seria. Se trataba de un empeño formal y nos tomábamos el mayor el interés por cada nueva petición. Todos los envíos debían ser fruto de una selección previa que considerase el perfil de los lectores a quienes iba dirigido. Cualquier biblioteca, por remoto o pobre que fuera el pueblo en el que se encontrara, merecía albergar lo mejor para leer.
Valió la pena. Solo fue necesario el tiempo y el tesón de un puñado de voluntarios, para lograr poner en marcha una maquinaria que no paraba de enviar pequeños cargamentos de libros, a unos y otros rincones del mundo. En apenas pocos años, logramos enviar más de doscientos mil títulos a unas ciento y pico bibliotecas, unas de nueva creación y otras ampliadas. El listado es largo.
Nuestros envíos salieron para Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Guatemala, México, Cuba, República Dominicana, Guinea Ecuatorial, Campamentos de Tindouf (Argelia) y no sé cuántos sitios más. También para los albergues de personas sin hogar que hay en Madrid. O a las misiones donde hacían su trabajo los cooperantes españoles de alguna ONG. En definitiva, rincones remotos del planeta donde el acceso a un buen libro no siempre era tarea fácil.
Libros para el Mundo creció lentamente, apoyando a bibliotecas en nuevos lugares. La responsabilidad de su gestión pasó a otros voluntarios. Y de estos, a otros equipos. Y así como surgió en su día, al cabo de los años, el proyecto fue decayendo. Fuimos tan pendejos como para dejarlo desaparecer… Quizás porque acabó su momento, no sé. Me pilló muy lejos. Pero lo lamenté, como lo sigo lamentando hoy, cuando visito alguna de esas pequeñas escuelas sin apenas libros, donde solo encuentras estanterías llenas de precariedad. Entonces, recuerdo aquellos días lejanos entre cajas y cajas, con polvo hasta las orejas, expurgando títulos en la madrugada con la ilusión de revivir aquellos libros y apoyar escuelas y pequeñas bibliotecas.
En ese momento, echo mano de mi mochila, saco el libro que acabé de terminar ayer y, con modestia, se lo extiendo al profesor proponiendo:
—Tome, quiero donar mi libro preferido.